El Anillo de la Muerte

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Muy bien, repasemos, a ver si me queda claro: mi nombre es Pablo Torres. Soy un adolecente de dieciséis años y pertenezco al Clan del Fuego. Soy un ser Filitcio, es decir, una persona con habilidades sobrenaturales que me permiten adquirir diversas formas animales y hacer uso de poderosos rayos iluminadores que salen de mi cuerpo como si fueran véngalas. Hasta ahí todo va bien. Sigamos: me encuentro solo y perdido en un mundo desconocido, poblado únicamente por Centauros (seres mitad hombre y mitad caballo), quienes son enemigos de personas como yo. Mi mejor amiga fue secuestrada por un vasallo a servicio del Monarca de la Aldea de Guymena (un centauro muy poderoso) y yo había venido hasta aquí para salvarla de ese destino, pero lo que nunca me esperé descubrir fue que Carolina había sido usada como cebo solo para atraerme hasta aquí. Un poderoso centauro me guardaba rencor, sin conocer la razón, y me quería ver muerto. O sea, en definitiva, puede decirse que no tengo una vida aburrida.

Dejando a un lado mí monologo interior, regresé al presente. Era la primera vez, desde mi llegada, que llovía en el Mundo de los Centauros. Tengo que admitir que era una lluvia dulce; daba la impresión de que lavaba tu alma al ser tocada por una sola gota. Era agradable; me gustaba mucho.

En estos momentos estoy caminando por un bosque mucho más amplio, extenso y tropical que el primero que había cruzado. A causa de la lluvia me vi obligado a guardar el mapa en la mochila de Dolores; me había pegado a él como si fuera una reliquia indispensable. Hasta el momento, el camino que me había trazado Zarlof coincidía con el que se extendía a mí alrededor. Llevaba un buen ritmo, no me había parado en más de dos horas para no perder tiempo. Valmet no estaba tan cerca; me tomaría unos dos días, tal vez uno y medio (dependiendo de mi ritmo), llegar allí. Transformarme en un halcón y volar directo hacia el norte no era muy buena idea: primero porque estaba lloviendo y segundo porque dentro de estas zonas del bosque, un numeroso grupo de centauros circulaba, en silencio, atentos ante cualquier ruido. La noticia de mi presencia en su mundo ya se había divulgado entre ellos, por lo cual me reconocerían perfectamente si un halcón surcando los cielos portaba una armadura roja y amarilla. Ser humano, de día, me facilitaba las cosas; pero en la noche, yo era una lobo negro, camuflado en la oscuridad taciturna.

Mi espada brillante, forjada por la habilidosa Martina Morales, me transmitía seguridad. Tonto, había sido un tonto al dejar vivo a Zarlof. Recién ahora se me ocurría que el muy bastardo podía avisar a las autoridades de la Guardia de la Flecha Sangrante sobre mis actividades; tenía que estar en alerta máxima. Aunque, pensándolo mejor, Zarlof no diría nada. Si fuera así, tendría que confesar su traición, cosa que no haría, porque era una cobarde. Me aflojé un poco y continúe mi camino. Con suerte transitaría más de la mitad del camino antes de que el sol se ocultará por completo.

*****

Apenas el cielo se tiñó de negro, acampé dentro de una cueva oscura. A diferencia de la otra vez, está caverna era pequeña pero confortable. Encendí una hoguera utilizando mis habilidades, comí algunas raciones de carne y me acosté exhausto sobre el suelo rocoso.

El bosque se encontraba en silencio y como me sentía solo y frustrado, retomé con la escritura de mi diario.

Día cuatro: jueves 1 de julio

Me encuentro solo en una cueva. Hui de la aldea de Firmena antes de que alguien me descubriera y ahora estoy vagando por el interior de un bosque con destino a Valmet, la aldea más peligrosa de este universo. De Carolina no se nada todavía, y eso me aterra. Si no la encuentro antes del nueve de julio, lamentablemente tendré que empezar a ambientarme a este sitio, por lo menos otros diez años más, pues no pienso irme de acá sin ella.

Un ligero malestar impidió que siguiera escribiendo. Quería ser valiente, quería hacerme creer que la situación la tenía bajo control, pero tampoco quería engañarme.

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