Incidente en el Palacio "Elliot III"

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El olor a mugre y huesos podridos me revolvió el estomago.

Abrí los ojos con lentitud por temor a ver lo que me aguardaba.

El calabozo era un antro oscuro y siniestro. Unos grilletes me aferraban las muñecas y los tobillos contra la dura pared de piedra, limitando mi movilidad e impidiendo mi estabilidad. Las argollas eran duras y me cortaban la circulación. Sus cadenas eran cortas y resistentes. Sin duda los centauros me tenían donde querían; a su merced.

La única iluminación provenía de dos antorchas incrustadas a los costados de una puerta de hierro, cerrada. Su luz era tenue, pero al menos me proveía una escaza iluminación entre tanta penumbra.

A pocos metros, formando parte del decorado maligno de aquella prisión, yacían desparramados los esqueletos de antiguos prisioneros. Algunos se mantenían sólidos y en reciente estado; otros eran puro polvo y cenizas; y otros prevalecían viejos y casi podridos. Era la primera vez en mi vida que veía el esqueleto de un centauro. Era de ahí donde se originaba ese apestoso aroma que emanaba en el aire.

No sé si fue aquel espectáculo enfermizo o el ambiente de mi celda, pero de un momento a otro comencé a sentirme muy mal. Tuve algún que otro mareo y las náuseas volvieron a acosar mis fuerzas vitales.

Vomité violentamente.

Me desplomé en el suelo, sintiéndome mucho peor que antes. El mundo entero giraba a mí alrededor a una gran velocidad y yo no hallaba mi equilibrio. La garganta me raspaba y el olor a vomito me repugnaba, eso sí lo sumaba con el olor que desprendían los cadáveres.

¿Dónde estaba?

Mis últimos recuerdos no eran demasiados claros. Reviví en mi memoria escenas borrosas sobre una casa en llamas y un centauro dándome una buena paliza.

Su temible voz resonó de nuevo en mi cabeza.

"Bienvenido al Infierno, Pablo Cesar Torres".

Ahogué un grito de rabia.

"¡Me había...me habían...!"

Caí de nuevo al suelo, agotado. ¿Qué me está pasando? Dios, como me dolía el cuerpo. Tenía la sensación de que un tren me había pasado por encima. Mis reflejos eran lentos, mis pensamientos eran las piezas sueltas de un rompecabezas complicado donde solo había espacio para los murmullos de cosas incoherentes y mis movimientos no eran los míos, los que deseaba que fueran míos.

Con mi mano roce un objeto helado y me alteré sin proponérmelo. Una bandeja oxidada reposaba a mi lado. En ella se sostenía una copa de bronce, donde en su interior se podía contemplar el contenido de un líquido negro y espeso. Similar a la apariencia del petróleo.

Debido al poco contenido de aquel liquido, deduje que recientemente alguien había bebido un buen trago de la copa.

Entonces comprendí todo.

¡Los hijos de puta me habían drogado!

– ¡Carajo! –grité, lanzando la copa de bronce directo hacia la puerta de hierro.

Me encontraba hirviendo de rabia. Me secuestraron, me hicieron su prisionero y me drogaron con Dios vaya a saber qué. No era capaz de pensar con claridad u hacer uso de mis habilidades.

Por eso hicieron lo que hicieron. Me tienen miedo, temen del alcance de mis poderes. Piensan que con drogarme pueden mantenerme a raya, los muy malnacidos.

De momento, sus intenciones no consistían en asesinarme. No, me iban a mantener vivo para llevar ante el Monarca de la Aldea de Guymena. Ese Señor Centauro de Mierda que nunca oí hablar en mi vida, que me odiaba, que ofrecía una recompensa por mi cabeza, que tenia secuestrada a mi amiga dentro de su puto palacio, de su re putisima aldea y que no solo quería asesinarme, sino que me había hecho venir a este maldito mundo, planeta u universo, lo que mierda fuera, y me había hecho perecer las cosas más horribles que había vivido en toda mi vida

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