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Esa tarde, la base de la Liga de Villanos estaba envuelta en un aire de calma, con todos los miembros ocupados en sus tareas. Erina, como siempre, andaba por allí, explorando cada rincón con su curiosidad innata. Shigaraki había estado ocupado organizando unos documentos y asegurándose de que todo estuviera en orden, así que no podía tener a la pequeña a la vista todo el tiempo.
Mientras tanto, en la cocina, un frasco de pastillas que Kurogiri había dejado sobre la mesa brillaba tentadoramente bajo la luz. Erina, al ver el frasco, se acercó con los ojos bien abiertos, sus pequeñas manos estirándose hacia el objeto brillante.
—¡Mira, papá! —gritó, alzando el frasco con entusiasmo—. ¡Caramelos!
Shigaraki levantó la vista justo a tiempo para ver lo que su hija había encontrado. Su corazón se detuvo por un instante. —¡No, Erina! —exclamó, saltando de su asiento y corriendo hacia ella.
Erina, sin comprender el peligro, había destapado el frasco y había tomado una de las pastillas en sus manos. La miraba con ojos brillantes, ansiosa por probar lo que creía que eran dulces.
—¡Espera! —gritó Shigaraki, alcanzándola justo antes de que se la metiera en la boca—. Eso no son caramelos, cariño. ¡Son medicamentos!
La pequeña frunció el ceño, decepcionada, pero aún aferrándose a la pastilla entre sus dedos. —Pero son de colores... y parecen tan ricos —protestó, sin entender por qué no podía probarlos.
Shigaraki, intentando calmarse, se arrodilló frente a ella. —No puedes comer eso, Erina. Te puede hacer daño. No son para jugar.
Erina lo miró, confundida. —Pero... son tan bonitos. ¿Por qué no puedo?
—Porque no son comestibles —dijo Shigaraki, tomando la pastilla de sus manos y volviendo a cerrar el frasco. El corazón le latía con fuerza; apenas podía imaginar lo que podría haber pasado si no la hubiera detenido a tiempo.
—¡Yo solo quería algo dulce! —murmuró Erina, cruzándose de brazos, aún un poco molesta.
—Lo sé, cariño, pero hay muchas otras cosas que son dulces y no peligrosas —dijo, intentando sonar lo más comprensivo posible. Se puso de pie y pensó un momento—. ¿Qué tal si te hago algo rico?
Los ojos de Erina se iluminaron al instante. —¿De verdad? ¿Algo dulce?
Shigaraki sonrió, sintiéndose aliviado de que su hija ya no estuviera interesada en las pastillas. —Sí. Vamos a la cocina. Tengo algunas galletas y frutas. Podemos hacer un postre.
La pequeña, con una sonrisa amplia en el rostro, corrió hacia la cocina, y Shigaraki la siguió de cerca, asegurándose de que estuviera a salvo. Una vez allí, comenzó a sacar los ingredientes, mientras Erina ayudaba a mezclar y a decorar.
Mientras trabajaban juntos, la pequeña olvidó por completo el incidente con las pastillas. La cocina pronto se llenó de risas y el aroma de galletas recién horneadas.
—¡Papá, mira! —dijo Erina, levantando una galleta decorada con chispas de chocolate y un poco de glaseado—. ¡Hice esto para ti!
Shigaraki tomó la galleta, mirando con satisfacción a su hija. —Está perfecta, Erina. Eres una gran chef.
Con el corazón lleno de orgullo y alegría, ambos disfrutaron de su merecido postre. A pesar de la pequeña tensión que había surgido con el frasco de medicamentos, la tarde terminó con dulzura, y Shigaraki se sintió agradecido de que, a pesar de las adversidades, siempre habría momentos como ese para disfrutar con su hija.
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