Parte 5

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El Eco de los Tambores

El sol se ocultaba en el horizonte, bañando el cielo en un rojo intenso. White se detuvo en la loma, observando a las cuatro mujeres que lo habían acompañado. Sabía que su decisión no sería bien recibida, pero el peligro era inminente.

—No podemos seguir juntos —anunció, su voz grave—. Deben regresar al fuerte.

Clara frunció el ceño, su determinación palpablemente enardecida.

—¿Dejarnos aquí? ¿A merced de lo desconocido? No lo haré.

White la miró con firmeza.

—Es demasiado arriesgado. Si encontramos a los Croatoan, su valentía podría convertirse en una carga. Ustedes, acompañen a las mujeres de vuelta.

Dos hombres asintieron, aunque el pesar era evidente en sus rostros. Las mujeres intercambiaron miradas, pero sabían que no había discusión. Con un último adiós, comenzaron su camino de regreso. White, junto a Thompson, Carter, Dare, Brown, Jones, Smith y Taylor, se adentraron en el bosque, guiados por el eco creciente de los tambores.

—Cuidado —susurró White al llegar a la cima de una loma—. Los oteadores de los Croatoan son astutos. Se mueven en silencio. Manténganse ocultos.

Desde su posición, observaron el campamento de los Croatoan. Un grupo de hombres golpeaba los tambores con furia, mientras otros danzaban en un trance frenético alrededor de una fogata. En el centro, cuatro hombres estaban atados a rocas afiladas. White frunció el ceño al ver sus vestimentas.

—Son de los nuestros —murmuró, con una preocupación creciente—. Pero, ¿Quiénes son?

Podían ser parte del grupo de doce colonos que debían esperarlo en la isla .

Brown, con los ojos entrecerrados, señaló a un indio que estaba al lado del jefe.

—¡Ese indio lleva el mosquetón de Morton!

El horror se apoderó del grupo al comprender la implicación.

—Son ellos —confirmó Carter, la angustia en su voz—. Pero, ¿Dónde está el resto? Eran diez, contando a Howe.

Un silencio inquietante se hizo presente, el peso de la realidad aplastando sus esperanzas.

—¿Qué les habrá pasado? —preguntó Dare, su voz temblando.

—¿Creéis que se los han comido? —susurró Taylor, su rostro pálido ante la idea. Según cuentan, es una práctica común entre estos salvajes.

De repente, el sonido de los tambores cesó, dejando un silencio perturbador. El jefe, un hombre alto con un penacho de plumas, levantó un cetro resplandeciente hacia el cielo.

—¿Qué va a hacer? —murmuró Smith, su miedo era palpable.

Cuatro hombres se acercaron a los prisioneros por detrás, cada uno empuñando una maza llena de pinchos. White sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—No... —susurró, comprendiendo lo inevitable.

Cuando el jefe bajó el cetro, los hombres atacaron con una brutalidad implacable, golpeando a los prisioneros en la nuca. La muerte fue instantánea; no hubo tiempo para gritos ni súplicas. Los cuerpos cayeron inertes, la sangre manando hacia las rocas.

Los gritos de la tribu estallaron en un frenesí aterrador. White y sus hombres se miraron, horrorizados por la escena.

—Debemos irnos, ya —dijo White, la urgencia era apremiante en su voz.

Aprovechando el tumulto, comenzaron a descender la loma a toda prisa, sus corazones latiendo desbocados. La imagen de aquellos hombres caídos se grabó en sus mentes, un eco oscuro de lo que habían presenciado.

—¿Cómo contaremos lo que hemos visto? —preguntó Carter, angustiado.

—No lo sé —respondió White, jadeando—. Pero no podemos quedarnos callados. Nadie debe ignorar lo que ha ocurrido aquí.

La noche se cerró a su alrededor, envolviéndolos en una ominosa certeza de que el verdadero peligro apenas comenzaba. El eco de los tambores resonaría en sus corazones para siempre.

Tras recorrer el camino de regreso con el alma encogida por lo que habían presenciado, los ocho hombres decidieron sentarse un momento antes de entrar al campamento. Sabían que debían hablar sobre cómo comunicar los recientes acontecimientos.

—Debemos alertar a la colonia —dijo White, su voz grave cortando el murmullo—. Pero no podemos asustar a las mujeres y los niños. Su pánico podría ser devastador.

Carter asintió, el rostro pálido.

—Exactamente. Necesitamos que todos estén activos, terminando de arreglar el fuerte y asegurando un refugio seguro.

—Propongo que tú, White, como gobernador, reúnas a todos los hombres —sugirió Brown—. Diles lo que hemos visto, pero sin entrar en detalles que puedan asustar.

White asintió, comprendiendo la responsabilidad que llevaba sobre sus hombros.

—Sí, haré eso. Les instaré a que terminen el trabajo, a que estén alertas, y a que comiencen a sembrar grano para las provisiones del invierno. Y lo más importante: que no revelen la cruda realidad a las mujeres y niños.

White añadió, su voz tensa.

—Además, deberíamos enviar un grupo al poblado de la tribu Chowanoque. Ahí dejé algunos indígenas conocidos en la expedición anterior. Tal vez podamos restablecer relaciones comerciales. Estamos escasos de provisiones.

White miró a su alrededor, y todos convinieron en que esa era la mejor estrategia. Con determinación, se dirigieron al fuerte, pero al acercarse, un gran revuelo les hizo detenerse. Gritos, llantos y lamentos llenaban el aire.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó White, su voz resonando sobre el bullicio.

Todos se giraron hacia él, hablando a la vez, cada uno intentando contar su parte de la historia.

—¡Silencio! —espetó White, levantando la mano—. Que hable solo uno. A ver, Mary —dijo, dirigiéndose a la mujer de Thompson—. ¿Puedes decirme qué ocurre?

Mary se acercó, su expresión alarmada, y elevando la voz para que todos pudieran oírla, comenzó:

—Cuando volvíamos las cuatro del interior con los dos hombres que nos acompañaban, oímos un siseo y un silbido muy cerca. Con el sonido de los tambores, no pudimos situar de dónde provenían. George nos dijo que esperáramos mientras él iba a ver de qué se trataba. Benn lo acompañó mientras nosotras nos escondíamos detrás de una roca.

El rostro de White se oscureció al escucharla.

—¿Y luego?

—Los tambores dejaron de sonar, y entonces oímos un grito ahogado, seguido del ruido de cuerpos cayendo al suelo. Y de nuevo, el siseo y el silbido, muy cerca. Vimos cómo dos nativos arrastraban a George y a Benn por el suelo hacia el otro lado, y no quisimos esperar más. Echamos a correr y no paramos hasta llegar aquí.

Un silencio denso se apoderó del grupo. White sintió que su corazón se hundía en su pecho. La situación era más grave de lo que habían imaginado.

—Daremos la alarma —dijo, su voz firme—. Necesitamos organizarnos. Todos y cada uno de ustedes, prepárense para lo que venga. No podemos permitir que lo que ocurrió con George y Benn se repita.

Los hombres asintieron, y la determinación comenzó a reemplazar el miedo en sus rostros. White miró hacia el campamento, consciente de que la verdadera lucha apenas comenzaba.

SOMBRAS SOBRE ROANOKEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora