Parte 6

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EL FUERTE

Esa noche, la atmósfera en el fuerte era densa y tensa. Decidieron que cuatro hombres harían guardia, turnándose cada cuatro horas, las veinticuatro horas del día. White se encargó de asignar las tareas, consciente de que debían estar preparados para cualquier eventualidad.

Mientras el sol se ocultaba tras las copas de los árboles, la oscuridad comenzó a envolver el campamento. Todos se retiraron a sus tiendas, el corazón encogido por el miedo. El temor a lo desconocido había comenzado a hacer mella en ellos. Algunos temían lo que podría suceder, mientras que otros aún llevaban la imagen de la brutalidad de los Croatoan grabada en sus mentes.

Las familias pasaron la noche juntas, abrazadas, intentando consolarse unos a otros. Los murmullos de las conversaciones eran bajos, casi como un susurro de temor compartido. En muchos casos, se arrepentían de haberse embarcado en esta aventura. Antes de partir, todo parecía fácil; la promesa de una nueva vida, la emoción de lo desconocido, y la gran aventura que les esperaba. Pero nadie contaba con los terrores ocultos en la oscuridad de la selva.

—¿Crees que volverán? —preguntó Mary, apretando la mano de Thompson mientras miraban hacia el oscuro horizonte.

Thompson tragó saliva, su rostro iluminado por la débil luz de la fogata.

—Lo espero. No podemos pensar en lo peor. Debemos mantener la fe.

Mientras tanto, en la oscuridad, los hombres que hacían guardia intercambiaban miradas nerviosas. Brown, en su turno, se pasó la mano por el cabello, intentando calmar sus propios temores.

—¿Escuchas eso? —susurró Dare, inclinado hacia él.

Brown se quedó en silencio, agudizando los sentidos. Un sonido distante, casi un murmullo, parecía flotar en el aire, un eco de los tambores que habían escuchado antes.

—Puede que sean solo los árboles —dijo Brown, intentando convencerse a sí mismo—. O el viento.

Pero la inquietud no desaparecía. La noche se extendía, y con ella, el peso del miedo aumentaba. Los pensamientos oscuros se arremolinaban en sus cabezas, alimentando la ansiedad que ya se había instalado en sus corazones.

Mientras tanto, las mujeres y los niños se acurrucaban en sus tiendas, tratando de encontrar consuelo en la cercanía de sus seres queridos. Pero incluso el calor de sus abrazos no podía ahuyentar el frío que se sentía en el aire.

El viento aullaba entre los árboles, como si llevara consigo los lamentos de los prisioneros caídos. Nadie podía dormir, y la noche se estiraba, interminable. El campamento se sumió en una inquietante calma, una calma que presagiaba lo que podría venir.

En el fondo, cada uno de ellos sabía que la aventura que habían soñado se había transformado en una lucha por la supervivencia. La realidad de su situación se hacía cada vez más clara: estaban en peligro, y el eco de los tambores resonaba en sus recuerdos, prometiendo un futuro incierto.

Después de una larga noche llena de inquietud, los colonos se levantaron al amanecer, la luz del día filtrándose entre los árboles. Había un aire de determinación en el campamento; sabían que debían terminar con el arreglo del fuerte. Los hombres se pusieron manos a la obra, levantando muros y reforzando estructuras, mientras las mujeres se encargaban de hacer pequeños invernaderos para sembrar. Necesitaban estar ocupados, no solo para no pensar en los terrores que acechaban, sino también porque les urgía tener un refugio más seguro que las endebles tiendas.

Los niños, llenos de energía, recibieron la tarea de traer agua del manantial cercano. Era uno de los pocos puntos de agua dulce en la isla, y su importancia no se podía subestimar. Daniel y Elizabeth, junto con sus hermanos Clara y Samuel y otros niños de la colonia, se encaminaron hacia el manantial con sus cántaros, el sonido del agua fluyendo llenando el aire.

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