Parte 12

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LA MONTAÑA SAGRADA

La tarde caía sobre la colonia, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y morados. Los ecos del silencio se sentían pesados, como si la naturaleza misma contuviera la respiración. John White, gobernador de los colonos, observaba el horizonte desde un pequeño montículo, la preocupación grabada en su rostro.

—Debemos actuar, John —dijo Thompson, su mano apretando la empuñadura de su espada. Tenía un aire de determinación que contrastaba con la fatiga acumulada en sus ojos—. Cada día que pasa sin respuestas es un día más en el que corremos el riesgo de perderlo todo.

—Lo sé, Thompson —respondió John, sacudiendo la cabeza—. Pero no podemos hacerlo a ciegas. La última incursión en el campamento de los Croatoan nos costó mucho. Y ahora, con la muerte de su jefe, están más peligrosos que nunca.

Carter, que había estado revisando el estado de las dos yeguas preñadas, se acercó al grupo. Su voz era suave, casi un susurro entre el murmullo del viento.

—Los Chowanoke conocen a los Croatoan mejor que nadie. Tal vez ellos puedan guiarnos. Sin su consejo, podríamos estar caminando directo a una trampa.

—Tienes razón —asintió Dare, el más joven del grupo, aunque ya había visto más de lo que cualquier hombre debería en su corta vida—. No podemos permitirnos más bajas. Necesitamos saber dónde están los desaparecidos.

John miró a su alrededor. Los restos de los caballos, los que habían caído debido a la falta de alimento, eran un recordatorio brutal de la crisis que enfrentaban.

—Está decidido. Nos dirigiremos al campamento de los Chowanoke —anunció John, su voz firme—. Montaremos los caballos que nos quedan. No hay tiempo que perder.

Mientras se preparaban, la tensión llenaba el aire. Montaron sus caballos, sintiendo el esfuerzo en cada movimiento. A pesar de la escasez de alimentos, sabían que tenían que ser fuertes, por ellos y por aquellos que aún faltaban.

El viaje fue arduo. El sol, implacable, se alzaba en el cielo, y el polvo levantado por las patas de los caballos se mezclaba con el sudor de sus frentes. Después de horas de cabalgar, finalmente avistaron el campamento de los Chowanoque. Las sencillas chozas, se alzaban con dignidad, un hogar en medio de la adversidad.

Cuando llegaron, Nakoa, el líder de los guerreros Chowanoque, los recibió con una mezcla de curiosidad y recelo. Su estatura imponente y su porte noble imponían respeto.

—John White —saludó a Nakoa, cruzando los brazos sobre su pecho—. Salud hermano.

—Nakoa, venimos en busca de consejo —dijo John, desmontando y acercándose—. Necesitamos entender a los Croatoan. La reciente incursión nos ha dejado con muchas preguntas.

—Los Croatoan son astutos —respondió Nakoa, su mirada profunda como un abismo—. Su venganza será rápida y brutal. Pero no todo está perdido. Juntos, podemos desentrañar su estrategia.

Los hombres de John se miraron entre sí, sintiendo un atisbo de esperanza.

—¿Sabes dónde pueden estar los hombres desaparecidos? —preguntó Thompson, incapaz de ocultar su ansiedad.

Nakoa asintió lentamente, su expresión grave.

—He visto signos en el bosque. Huellas que conducen a la montaña. Ellos podrían estar allí, pero no serán fáciles de rescatar. Hay aquí una mujer Croatoan, que huyó de la tribu y puede contaros algunas cosas.

El sol comenzaba a ocultarse detrás de las copas de los árboles cuando Nakoa convocó a la mujer de los Croatoan. Ella llegó con pasos firmes, pero su mirada reflejaba un océano de dolor. Su nombre era Taya, y había huido de su tribu en busca de refugio entre los Chowanoque. Ahora, vestía las ropas de su nueva familia, pero la sombra de su pasado la seguía como una sombra implacable.

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