Parte 16

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AMANECER A LA ESPERANZA

El amanecer del día siguiente se filtró entre los árboles, bañando el campamento Chowanke en una luz dorada y suave. John White, con su mirada perdida en el horizonte, se preparaba para emprender el viaje de regreso al fuerte junto a sus hombres. A su lado, Nakoa y sus guerreros se ajustaban las armas, la tensión aún palpable en el aire tras la reciente batalla.

—¿Estás listo, John? preguntó Nakoa, con una expresión grave en su rostro.

—Listo o no, debemos regresar, respondió White, su voz un susurro entre la brisa. La derrota en la montaña sagrada de los Croatoan pesaba como una losa sobre su pecho. No solo había perdido a los niños, sino que también se enfrentaba a una colonia desesperada y angustiada.

Mientras comenzaban a marchar, los pensamientos de White se enredaban en su mente. La imagen de los niños desaparecidos se repetía en su mente como un eco doloroso.

—No sé cómo les diré lo que ha ocurrido, murmuró para sí mismo.

—Siempre hay una forma, dijo Nakoa, como si hubiera leído sus pensamientos. La verdad es un arma poderosa. No la ocultes.

Con el paso de las horas, la distancia al fuerte se acortaba, pero el peso de la noticia a transmitir crecía. Al llegar a las puertas del fuerte, el bullicio de los colonos les recibió como un torrente. Miradas ansiosas se volvían hacia ellos, y las preguntas llovían.

—¡¿Dónde están los niños?!

—¿Han vuelto sanos y salvos?!

—¡¿Qué ha pasado?!

—Silencio! gritó Carter. Su voz resonó con fuerza y, poco a poco, el murmullo se extinguió. Vamos a reunirnos. White y Nakoa tienen algo que contar.

En el interior del fuerte, el aire era pesado, impregnado de la ansiedad colectiva. John miró a su alrededor, viendo las caras pálidas de aquellos que esperaban respuestas. Los padres de los niños desaparecidos, con ojos enrojecidos por las lágrimas, aguardaban con la esperanza tambaleándose en sus corazones.

—Lo ocurrido con los niños... comenzó White, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Fueron... llevados a la montaña sagrada de los Croatoan, allí desaparecieron engullidos por la tierra, como la vez anterior.

El silencio que siguió fue ensordecedor. Los rostros se tornaron de la esperanza a la desolación.

—¡No, no puede ser! exclamó una madre, rompiendo a llorar. ¡No puede ser cierto!

Las tres mujeres que habían perdido a sus esposos en la batalla se abrazaban, incapaces de reaccionar ante la noticia.

Finalmente, hombre más el anciano del fuerte, con la voz temblorosa pero firme, alzó la mano.

—White, tenemos que hablar de nosotros, de los que estamos vivos. Si queremos seguir, debemos tomar decisiones.

—¿A qué te refieres? preguntó uno de los colonos, frunciendo el ceño.

—Nos queda poca comida, el agua escasea y los animales están muriendo uno a uno. Si seguimos así, tampoco nosotros duraremos mucho, continuó el anciano, su mirada fija en White.

Un murmullo de preocupación recorrió el grupo.

—¿Qué haremos entonces? preguntó una mujer con voz temblorosa. ¿De dónde sacamos más alimentos?

White respiró hondo, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros.

—Es verdad, asintió, buscando el apoyo de Nakoa. Hoy comeremos gracias a la generosidad de los Chowanke. Nakoa, háblales de lo que hemos traído.

Nakoda, erguido con dignidad, explicó:

—El jefe Takoda nos ha proporcionado semillas de calabaza. Tostaremos las semillas, y también tenemos calabazas, batatas y carne seca. Además, hemos traído agua de nuestro pozo. Aunque nosotros también sufrimos la sequía, aún tenemos reservas que podemos compartir.

Los rostros de los colonos comenzaron a iluminarse, y un murmullo de alivio se extendió por la sala.

—¡Por fin una comida decente! exclamó un joven, su estómago rugiendo con la promesa de alimento. No he probado bocado en días.

—Comeremos, y después decidiremos qué hacer, concluyó White, alzando la voz para infundir un poco de esperanza en el aire denso de la sala.

Con el ánimo un poco más elevado, comenzaron a prepararse para la comida. La atmósfera de la sala se llenó de murmullos y pequeños gestos de consuelo entre ellos. Sin embargo,

la sombra de la tragedia seguía acechando en los rincones de sus corazones.

—¿Y si no vuelven? preguntó un padre, su voz temblando de angustia. ¿Y si nunca los encontramos?

—No debemos rendirnos, respondió Nakoa con firmeza. Nuestros espíritus deben ser fuertes, por ellos. Los niños son parte de nuestra comunidad y haremos lo que sea necesario para traerlos de vuelta.

A medida que comenzaban a servir la comida, el ambiente se tornó un poco más ligero, pero la pérdida seguía presente, como una sombra que nunca se disiparía del todo. La comida se compartió con gratitud, y mientras masticaban, las conversaciones empezaron a fluir, lentamente pasando de la tristeza a la esperanza.

—Mañana, podríamos organizar un grupo de búsqueda, sugirió Carter, mirando a White. Debemos hacer algo.

—Sí, asintió White, sintiendo una nueva determinación brotar en su interior. Uniremos fuerzas con los Chowanke. Juntos, tenemos más posibilidades.

La promesa de acción ofreció un destello de esperanza en medio de la adversidad, y, aunque la ausencia de los niños seguía pesando, la comunidad empezó a forjar un nuevo camino, uno donde la lucha y la esperanza pudieran entrelazarse, y donde la memoria de los niños perdidos pudiera convertirse en un faro que guiara sus pasos hacia adelante.

Esa noche, mientras las estrellas brillaban en un cielo claro, los hombres y mujeres del fuerte comenzaron a discutir la posibilidad de enviar a alguien a Inglaterra en busca de provisiones.

—Con los Croatoan diezmados, ahora es el momento, dijo un colono, con la voz llena de esperanza. Tendremos unas semanas hasta que puedan reagruparse y organizarse. Necesitamos lo que podamos conseguir y el mejor modo es traer provisiones desde Inglaterra.

—Es cierto, agregó otro. Con la generosa ayuda de los Chowanke, podríamos aguantar hasta que regresen.

—Pero... —interrumpió una mujer, su voz temblando—, todos sabemos que los niños no volverán. Nadie ha vuelto de las montañas. Ni los hombres que fueron en busca de los doce colonos desaparecidos, ni los Taylor y los Brown con sus hijos.

—Debemos hacernos a la idea de que ya no están cuanto antes, para poder seguir adelante, dijo otro con tristeza.

—De acuerdo —dijo White, sintiendo el peso de la aceptación en el aire—. Mañana organizaremos un funeral colectivo para cerrar heridas y trataremos de empezar de cero.

Las palabras resonaron en la sala, marcando un nuevo comienzo, aunque impregnado de dolor. La comunidad sabía que, a pesar de la pérdida, debían seguir adelante. Con la promesa de un futuro incierto, se unieron en la noche, listos para enfrentar lo que viniera, juntos.

SOMBRAS SOBRE ROANOKEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora