Parte 22

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LOS CHOWANOKE

El sol comenzaba a caer, tiñendo el cielo de un rojo ardiente cuando Nakoa y su grupo llegaron al campamento Chowanoke. Un silencio ominoso se apoderó del aire, interrumpido solo por el crepitar de las llamas que devoraban las tiendas. El paisaje era un retrato desolador de lo que había sido un hogar vibrante.

—No... —murmuró Nakoa, su voz quebrada mientras observaba el desastre. Se detuvo en seco, el corazón acelerado por el horror que lo rodeaba.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Thompson, mirando a su alrededor con incredulidad.

—Un ataque... —respondió Nakoa, sintiendo que la tristeza y la rabia se mezclaban en su interior. Caminó entre las cenizas, sus pies hundiéndose en el suelo negro y carbonizado. Cada paso era un recordatorio de la pérdida.

Los hombres comenzaron a buscar supervivientes, pero la desolación era abrumadora. A medida que recorrían el campamento, el desánimo crecía. Nakoa sentía que los ojos se le empañaban de lágrimas, pero se contenía. En lugar de llantos, deseaba venganza.

—¡Maldición! —gritó uno de los guerreros, golpeando el suelo con el puño. —¡¿Dónde están todos?!

Nakoa, sintiendo que el dolor lo consumía, dejó escapar un rugido de dolor que resonó en el silencio del campamento. Cayó de rodillas, su rostro en las manos, sintiendo el peso de su impotencia. Fue entonces cuando notó algo en su trenza.

—¡Nakoa! —exclamó una voz infantil.

Se giró rápidamente y vio a la hija de Moako, con los ojos grandes y asustados, asomándose tímidamente detrás de unas rocas.

—¡Aquí estoy! —gritó la niña, su voz un destello de esperanza en medio del desconsuelo.

—¡Gracias a los dioses! —dijo Thompson, soltando un suspiro de alivio. —¿Estás bien, pequeña?

Detrás de ella, emergió la mujer de Moako, sosteniendo a su niño en brazos, con lágrimas en los ojos. Tres mujeres más aparecieron, cada una con un pequeño en brazos, un rayo de luz en medio de la tragedia.

—¡Están vivos! —gritó uno de los guerreros, abrazando a su esposa. La emoción era palpable, risas y llantos se entremezclaban en un torbellino de sentimientos.

—¡Nos escondimos! —dijo la mujer de Moako, temblando—. ¡Estábamos aterrorizadas, pero sobrevivimos!

—¡Vamos! —interrumpió Carter, mirando el caos que los rodeaba—. Debemos ponernos en marcha. Tenemos que llegar al fuerte lo antes posible. Allí hay refugio para todos.

Nakoa, sintiendo una renovada determinación, se puso de pie.

—Sí, debemos proteger a los que quedan. —Miró a los supervivientes, cada rostro reflejando miedo pero también una chispa de esperanza—. No podemos quedarnos aquí.

Con un sentido de propósito renovado, comenzaron a moverse, los guerreros de Nakoa y los hombres de Moako se unieron a las cuatro mujeres y sus hijos. El campamento en ruinas se desvanecía detrás de ellos, pero el recuerdo de aquellos que habían perdido permanecía grabado en sus corazones.

—¿Cuántos más han caído? —preguntó uno de los hombres, mirando hacia atrás con tristeza.

—No lo sé —respondió Nakoa, con la voz firme—. Pero los recordaremos y lucharemos por ellos.

El camino hacia el fuerte se presentaba lleno incertidumbre, pero juntos, sintieron que la fuerza de su unidad les daba alas. Mientras se acercaban al fuerte, el eco de su pérdida resonaba en el aire, y la promesa de venganza ardía en sus corazones.

Llegaron al fuerte cuando la noche había caído, las sombras envolviendo el paisaje. Los centinelas, alertados por la llegada de un grupo inusual, dieron la voz de alarma. El eco de sus gritos resonó en la oscura fortaleza, pero pronto, al reconocer a sus compatriotas, abrieron las puertas de par en par.

—¡Son de los nuestros! —gritó uno de los centinelas, con alivio evidente en su voz.

Las mujeres y los pocos hombres que se habían quedado salieron a recibirlos, junto con Moako y sus hombres. El ambiente se llenó de abrazos, de risas nerviosas y de lágrimas de alegría. Los niños, que dormían profundamente al principio, comenzaron a despertarse, sus ojos aún nublados de sueño buscando a sus padres.

—¡Papá! —gritó una pequeña, corriendo hacia Moako, quien la atrapó en un abrazo apretado.

—¡Nunca más te soltaré! —dijo él, mientras su esposa se unía al abrazo, llorando de felicidad.

Estando todos juntos, se sentían más protegidos, como un solo cuerpo en medio de la adversidad. Nakoa y los demás colonos, junto con los Chowanoke, comenzaron a poner al corriente a los que habían permanecido en el fuerte sobre los trágicos acontecimientos

—Nunca más me iré —prometió Daniel, mientras sus hermana Clara se lanzaba a sus brazos, creando un remolino de emociones.

Las madres, Mary y Anne, lloraban de alegría al ver que todos sus seres queridos estaban allí, sanos y salvos.

—Es egoísta, lo sé —dijo Mary entre sollozos—, pero no puedo evitar sentirme agradecida de que estemos juntos.

—No estás sola en eso —respondió Anne, limpiándose las lágrimas—. Todos hemos pasado por tanto. Pero esta noche, celebremos lo que tenemos.

Aunque el sentimiento de alegría superaba al de la tristeza por los que habían caído, cada uno sabía que debían ser fuertes para honrar su memoria. Las mujeres estaban dispuestas a ayudar en lo que fuera necesario, a pesar de lo que habían vivido.

—Acomodaremos a las indias y sus niños en las cabañas de los Brown, los Taylor y los Jones —anunció Elizabeth, tomando la iniciativa—. Debemos asegurarnos de que estén cómodos.

Mientras se organizaban, Moako no podía dejar de abrazar a su familia, sintiendo que la vida le había dado una segunda oportunidad.

—Creí que no volvería a veros —decía repetidamente, mientras sus hijos se aferraban a él, seguros en su abrazo.

Con las cabañas preparadas y los niños finalmente acomodados, el ambiente se tornó un poco más sereno. Pero la tensión seguía presente, una sombra que no se disiparía fácilmente.

—Vamos, todos a descansar —dijo Thompson, su voz firme, aunque cansada—. Moako se encargará de organizar las guardias. Mañana nos espera un día duro.

El grupo asintió, reconociendo la necesidad de prepararse para lo que vendría. Uno a uno, se retiraron a sus cabañas, el cansancio acumulado se hacía evidente. Sin embargo, en sus corazones latía la esperanza de que, juntos, podrían enfrentar cualquier desafío que el destino les deparara. La lucha aún no había terminado, pero esta noche, el fuerte era un refugio, un hogar donde el amor y la unidad brillaban con más fuerza que la oscuridad que los rodeaba.

SOMBRAS SOBRE ROANOKEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora