Parte 4

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EL CADAVER

El amanecer del 28 de julio se desplegaba con un cálido resplandor sobre la playa de Roanoke, apenas tres días después de que los colonos desembarcaran. Daniel Carter, de dieciséis años, se encontraba junto a su hermana Clara, de diez, y Elizabeth Thompson, de quince, acompañada por su hermano Samuel, de nueve. Los cuatro estaban recolectando hojas de palma para los techos del fuerte, riendo y disfrutando del nuevo entorno, cuando un hallazgo inquietante interrumpió su labor.

—¿Qué es eso? —preguntó Samuel, señalando algo que yacía cerca de la orilla.

Los niños se acercaron, pensando que podría ser uno de los hombres de la colonia que dormía en la playa. Pero al llegar, se encontraron con una visión aterradora. El cuerpo estaba inerte, y, al acercarse más, sus corazones se hundieron al reconocerlo.

—¡Es George Howe! —gritó Elizabeth, cubriéndose la boca con ambas manos.

El terror se apoderó de ellos. Daniel sintió cómo el aliento se le cortaba.

—¡Corramos! —exclamó, y los cuatro niños comenzaron a correr, sus gritos desgarradores resonando en el aire mientras se alejaban de la escena macabra.

—¡Mamá! ¡Papá! —gritaban al unísono, llenos de pánico, mientras se dirigían al fuerte.

Cuando finalmente llegaron, los padres de los niños estaban allí, ocupados en sus tareas. John Thompson, al ver a sus hijos corriendo descontroladamente, frunció el ceño.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, su voz llena de preocupación.

Mary, su esposa, abrazó a los niños, intentando calmarlos. Clara, con los ojos llenos de lágrimas, se lanzó a los brazos de su madre, Anne, repitiendo una y otra vez:

—¡Tenía los ojos abiertos! ¡Tenía los ojos abiertos!

Daniel, con la firmeza que intentaba mostrar a su edad, trató de hablar entre sus sollozos.

—Encontramos a George Howe... en la playa. Está... está muerto.

La expresión de John Thompson se tornó grave. Sin perder tiempo, llamó a los hombres que estaban trabajando en el fuerte.

—¡Carter, White! ¡Reúnan a algunos hombres! ¡Vamos a la playa!

White, al escuchar la urgencia en la voz de Thompson, se acercó rápidamente, la preocupación reflejada en su rostro.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, mientras otros colonos se reunían en torno a ellos.

—Los niños dicen que encontraron a George Howe —respondió Thompson, mirando a Daniel—. ¿Es cierto?

Daniel asintió, su mirada fija en el suelo, sintiendo el peso de la realidad. No podía creer que un miembro de su pequeña comunidad estuviera muerto.

—Vayamos a comprobarlo —dijo White, decidido. Con un grupo de hombres, se dirigieron rápidamente hacia la playa, la tensión palpable en el aire.

Al llegar a la orilla, el horror se confirmó. Allí, a pocos pasos del agua, yacía el cuerpo de George Howe, inerte y frío. White se agachó, examinando la escena con atención.

—No hay señales de lucha —murmuró, su voz tensa—. Parece que no se defendió.

—¿Pero cómo? ¿Por qué? —preguntó Thompson, la angustia clara en su tono.

Los hombres comenzaron a murmurar entre ellos, la inquietud se apoderó del grupo.

—Debemos ser cautelosos —intervino Carter, tratando de mantener la calma—. No sabemos qué pudo haberle pasado. Podría haber sido un accidente, o algo más siniestro.

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