Capítulo 1: Primer Encuentro

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La noche era perfecta

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La noche era perfecta. La ciudad estaba cubierta por una sombra que solo se rompía con las luces de los autos y el sonido de los motores rugiendo en cada esquina. 

Aquella carrera no era como cualquier otra; tenía un significado distinto. Esta vez, no era solo por la velocidad o la adrenalina. 

Esta vez, era por algo más: la victoria definitiva sobre Enzo, mi mayor enemigo. Y me aseguraría de que él, y todos los demás, entendieran quién era el mejor.

Al inicio, apenas podía escuchar los latidos de mi corazón por el estruendo de los motores y la algarabía de la gente en las calles. 

La adrenalina corría por mis venas, pulsando en cada centímetro de mi cuerpo. Estaba listo. Sentía cada músculo tenso, cada sentido alerta. 

Las luces de la línea de salida destellaron una última vez, y, en cuanto el semáforo marcó el inicio, ambos pisamos el acelerador al máximo. 

Mis manos se aferraron al volante, y el mundo alrededor se convirtió en un borrón de luces y velocidad.

El primer tramo fue puro caos: giros cerrados, curvas inesperadas, y Enzo pisándome los talones. No podía permitirme un solo error, no esa noche. 

En cada vuelta que daba, sentía el motor vibrar con una fuerza tan brutal que casi era como si quisiera volar fuera del auto. 

La adrenalina en mi pecho era como un golpe constante, cada latido recordándome que esto era lo que me hacía sentir vivo.

Enzo no se quedaba atrás; se movía rápido, tan rápido como yo. Incluso, en una de las curvas, lo vi rebasarme brevemente, su sonrisa arrogante reflejada en el espejo retrovisor. Fue suficiente para que algo en mi interior se encendiera. 

No le daría el placer de creer que podía ganarme. Apreté los dientes y volví a acelerar, aprovechando cada milímetro del asfalto.

Sentí el volante vibrar bajo mis manos al tomar otra curva cerrada, apenas rozando el borde de la pista. Cada segundo contaba, y, aunque el riesgo de perder el control era alto, sabía que valía la pena. 

El viento golpeaba mi rostro a través de la ventana entreabierta, mezclado con el olor a gasolina y asfalto. Podía escuchar los gritos de la multitud, pero eran solo ruido de fondo; en ese momento, solo existíamos yo, el volante, y el zumbido de mi propio pulso en mis oídos.

En la última vuelta, logré ponerme a la cabeza. Podía sentir la presión de Enzo detrás de mí, su auto tratando de recuperar el terreno perdido. 

Pero en mi mente ya estaba escrito: esta era mi noche. Pisé el acelerador con toda la fuerza, y el auto respondió como si también lo supiera, rugiendo, obediente y feroz.

Con el último giro, ya no había duda. Crucé la línea de meta, dejando a Enzo atrás. La sensación de triunfo se mezcló con el torrente de adrenalina en mi cuerpo, y, por un instante, el mundo entero se volvió brillante, frenético, glorioso.

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