Era extraño lo mucho que se había instalado en mi mente en tan poco tiempo. La conocía de forma tan casual, sin saber su nombre, su número, o cualquier detalle de su vida que me diera certeza de volver a verla.
Aún así, cada día, cuando pasaba por el parque, mis ojos la buscaban entre la gente, esperando encontrarla de nuevo con su libro entre las manos, o caminando, sumergida en sus pensamientos.
Pero ya había pasado una semana. Una semana de no verla en el parque, de no cruzar miradas o compartir esas conversaciones breves, que parecían tan insignificantes y, sin embargo, dejaban una sensación de algo más.
Esa sensación era nueva para mí, y no lograba descifrar qué significaba ni de dónde venía. Solo sabía que, a pesar de la fugacidad de nuestros encuentros, algo en ella me hacía querer estar cerca, como si hubiera conocido una parte de mí mismo que solo despertaba cuando estaba con ella.
Me repetía que tal vez solo había tenido una semana ocupada. Intenté racionalizar, pero la inquietud se colaba en mis pensamientos. ¿Qué si algo le había pasado? Aquel día en el parque, cuando chocamos, vi algo en sus ojos.
Era más que simple cansancio. Era algo más profundo, como una tristeza escondida, un peso que no lograba entender pero que me parecía tan real.
Quizás esa era la razón de mi preocupación; saber que había algo que ella estaba enfrentando, y no podía evitar querer estar allí para comprenderlo.
Esa mañana, fui al parque otra vez. Me dije a mí mismo que era solo una rutina, que no estaba buscando a nadie en particular. Pero al llegar, mis ojos recorrieron el lugar sin descanso, encontrando a familias, a niños jugando, a personas corriendo... pero no a ella. Y ahí estaba otra vez esa sensación incómoda.
Suspiré, intentando convencerme de que me estaba tomando las cosas demasiado en serio. ¿Por qué alguien que había aparecido de la nada, con quien apenas había intercambiado unas pocas palabras, podía desordenar así mis pensamientos?
Pero a veces los sentimientos funcionan de maneras que no entendemos del todo. Y lo cierto era que, sin saber siquiera su nombre, ella ya era importante.
El museo al que habíamos ido juntos me vino a la mente. Habíamos pasado el día hablando de arte, de la vida, de esas cosas que pocos se atreven a expresar. Y esa vez, al despedirnos, supe que algo diferente había comenzado.
Desde entonces, no podía dejar de preguntarme cómo estaría, y aunque intentaba evitarlo, la preocupación me alcanzaba con cada día que pasaba.
Mientras caminaba por el parque, imaginé su sonrisa, el leve brillo de sus ojos cuando algo le emocionaba, su voz suave y cautelosa, como si cada palabra que pronunciara estuviera guardando algo que no podía revelar.
Esos pensamientos me acompañaron hasta que finalmente, resignado, decidí regresar a casa.
Esa noche me costó dormir. Me dije a mí mismo que tenía que aceptar la posibilidad de no volver a verla, que quizás solo había sido un encuentro efímero.
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Amores que aprenden a soltar
RomanceEn un día que debería ser el más feliz de su vida, él la observa caminar hacia el altar, y su corazón se quiebra al darse cuenta de que no es el hombre que la acompaña. Durante seis años, compartieron risas, sueños y momentos inolvidables, pero la r...