Después de aquella noche, las palabras de Dylan seguían resonando en mi cabeza. Me dolía tanto recordarlas, como si cada frase suya se hubiera quedado grabada en mi mente, repitiéndose una y otra vez.
No podía dejar de pensar en la expresión en su rostro cuando me dijo todo lo que le dolía. Me sentí responsable, como si de alguna manera yo lo hubiera roto.
La verdad era que él no tenía la culpa. No tenía forma de saber lo que me pasaba, lo que mi mente hacía conmigo en esos momentos de duda.
Lo que él veía como distancia, era en realidad una batalla que libraba dentro de mí, una lucha contra fantasmas que ni siquiera sabía cómo explicar.
Me aterraba abrirme completamente con él y arriesgarme a que no comprendiera lo que guardaba, a que no pudiera entender lo difícil que era para mí dejar atrás ciertos fragmentos de mi pasado.
Había algo en mí que siempre regresaba a aquellos recuerdos que me marcaban y me hacían temer. Era como si una parte de mí siempre estuviera preparada para salir huyendo, para protegerse antes de dejarse lastimar.
Y esa parte mía, esa sombra, me decía que si no le daba importancia, si fingía que todo estaba bien, quizás podría ahorrarle el peso de entenderme. Pero, al final, solo había terminado lastimándolo, y el arrepentimiento me quemaba.
Quería acercarme a él y decirle que lo que sentía era real, que lo quería y que él era lo mejor que me había pasado en mucho tiempo.
Sin embargo, mis propios miedos y cicatrices me impedían demostrarle lo que sentía de una manera clara y sincera.
Me odié un poco por eso, por dejar que el pasado siguiera controlando mis actos y que, por miedo a volver a ser lastimada, estaba alejando a la única persona que me había dado paz en mucho tiempo.
La noche después de aquella discusión, no pude dormir. Las palabras de Dylan seguían apareciendo en mi mente, mezclándose con recuerdos lejanos y con la voz en mi cabeza que me decía que no era suficiente, que tal vez él estaría mejor sin alguien como yo.
En un momento, tomé mi teléfono y quise escribirle, pero ninguna palabra parecía ser suficiente para explicar lo que sentía.
—No es tu culpa, Dylan —murmuré en la oscuridad de mi cuarto, como si él pudiera escucharme—. Es mi mente... y no sé cómo callarla.
El día después de nuestra discusión lo vi en el campus, y algo en su expresión me hizo querer correr hacia él y abrazarlo. Pero, una vez más, el miedo me detuvo, y todo lo que hice fue esbozar una pequeña sonrisa desde lejos, que él no respondió.
Esa frialdad, esa distancia que ahora existía entre nosotros, era lo que más me dolía. Lo veía ahí, tan cerca y a la vez tan lejos, y no podía evitar sentir que, tal vez, ya era demasiado tarde para arreglar lo que había roto.
ESTÁS LEYENDO
Amores que aprenden a soltar
RomanceEn un día que debería ser el más feliz de su vida, él la observa caminar hacia el altar, y su corazón se quiebra al darse cuenta de que no es el hombre que la acompaña. Durante seis años, compartieron risas, sueños y momentos inolvidables, pero la r...