Pasaron algunos días en los que todo se sentía como un vacío interminable. Mi mente había hecho y rehecho cada uno de nuestros momentos, buscando respuestas donde quizás nunca las había habido.
Las dudas me carcomían, y las noches se alargaban entre pensamientos que no me dejaban en paz. Pero el cuarto día, cuando menos lo esperaba, la vi.
Estaba ahí, en nuestra banca del parque, con la misma postura de siempre, como si nada hubiera pasado. Al verla, sentí el impulso de correr hacia ella, pero una parte de mí se detuvo, conteniendo el dolor y la rabia de esos días de ausencia.
Caminé lentamente, y cuando estuve a unos pasos, noté que ella evitaba mi mirada, como si no pudiera sostener el peso de mis ojos.
Con un susurro casi roto, dijo: —Perdón...
Fue una sola palabra, pero parecía llevar el peso de todo lo que había pasado en esos días. Antes de que pudiera decir algo más, antes de que las dudas se interpusieran, la envolví en un abrazo que llevaba todo el dolor acumulado, toda la angustia de esos días y la necesidad desesperada de no perderla.
La sostuve con fuerza, como si con eso pudiera asegurarme de que no se iría de nuevo.
—Por favor, no vuelvas a hacerme esto, —murmuré en su oído, la voz quebrándose más de lo que quería admitir. Sentí cómo ella tensaba sus brazos, al principio como si dudara, y luego, poco a poco, relajándose contra mí.
Aún evitaba mis ojos, pero en ese momento no me importaba. Lo único que podía pensar era en el alivio de tenerla ahí, de saber que no era una despedida definitiva.
Nos quedamos en silencio, abrazados, en medio de aquel parque que había sido nuestro punto de encuentro, como si el mundo alrededor se hubiera desvanecido.
Yo solo quería que el tiempo se detuviera allí, en ese instante en que el miedo y el amor parecían entrelazarse, en esa promesa silenciosa de que estaríamos bien... o, al menos, que intentaríamos no perdernos en el camino.
Después de ese abrazo, solté un suspiro, sintiendo que, por un momento, el peso en mi pecho había disminuido. La miré a los ojos y, aunque aún había un rastro de dolor en su mirada, algo en ella parecía estar más tranquilo.
Sin pensarlo demasiado, tomé su mano. No dijo nada, y yo tampoco. Solo caminamos juntos, en silencio, como si esa simple conexión fuera suficiente para sanar lo que las palabras no habían podido.
Caminamos por el parque, sin rumbo definido, dejándonos llevar por el sonido de nuestras pisadas y el suave murmullo de las hojas movidas por el viento.
A veces, una risa suave se escapaba de ella al ver algún detalle del camino, y yo me sorprendía observándola como si fuera la primera vez. Me sentía como si estuviéramos en un mundo paralelo, donde nada más importaba, solo el hecho de que estábamos ahí, juntos.
ESTÁS LEYENDO
Amores que aprenden a soltar
Lãng mạnEn un día que debería ser el más feliz de su vida, él la observa caminar hacia el altar, y su corazón se quiebra al darse cuenta de que no es el hombre que la acompaña. Durante seis años, compartieron risas, sueños y momentos inolvidables, pero la r...