Cuando Keili me dijo que todo había terminado, sentí cómo el suelo se desmoronaba bajo mis pies.
La había visto alejarse muchas veces antes, pero esta vez había algo distinto en su mirada, algo tan firme y decidido que sabía, sin necesidad de que me dijera nada más, que no iba a regresar.
En ese momento, una mezcla de dolor y arrepentimiento empezó a hundirme. Me di cuenta de que todas las veces que jugué con sus sentimientos, todas las mentiras que le dije y las promesas que rompí, ahora me habían llevado hasta aquí, a verla irse mientras yo me quedaba vacío.
Recordé sus palabras, el modo en que cada una me perforaba como una espina clavándose en lo profundo de mi pecho.
Ese vacío no era nuevo, pero ahora el dolor se sentía más vivo. Supe que esta vez no habría marcha atrás.
Todo lo que había hecho, cada intento de venganza disfrazado de amor, había creado una distancia entre nosotros tan inmensa que nada podría ya salvarnos.
Mientras regresaba a casa, cada paso se hacía pesado, como si el peso de mis propias acciones fuera una carga que recién empezaba a notar.
Y en medio de la soledad, escuchaba en mi mente su voz, repitiéndome esa frase que me golpeaba con la misma fuerza que sus lágrimas:
—A veces, Dylan, el daño que haces no lo puedes reparar, porque hay heridas que no sanan... solo te muestran cuánto perdiste.
En ese instante, entendí que no solo había perdido a Keili; había perdido la versión de mí mismo que ella tanto amaba.
Había dejado que mi orgullo y mis inseguridades destrozaran lo único que me hacía realmente feliz, y ahora pagaba el precio.
Y ahí, en el silencio, me di cuenta de algo que dolía más que cualquier cosa: ahora era yo quien tenía que aprender a vivir sin ella, a soportar el peso de mis errores y a enfrentar la sombra de lo que había hecho.
Después de que Keili se fue de mi vida, todo comenzó a perder sentido. Las noches se hicieron largas y silenciosas, llenas de un vacío que no podía llenar con nada.
Pero en mi corazón, el dolor seguía siendo una sombra persistente, una cicatriz que no sanaba.
Cada noche que pasaba sin ella, cada vez que intentaba llenar el vacío con la velocidad y el ruido de mi moto, me daba cuenta de que nada podía sustituir lo que habíamos perdido.
Aquel arranque se convirtió en una rutina dolorosa. Cada vez que me subía a la moto, sentía que estaba huyendo de algo, de mí mismo.
Ya no buscaba la emoción de la competencia, ni siquiera me importaba ganar.
Subía a la moto y aceleraba, sintiendo cómo el viento cortaba mi rostro y el ruido ensordecedor del motor ahogaba mis pensamientos, pero ya no era suficiente.
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Amores que aprenden a soltar
RomanceEn un día que debería ser el más feliz de su vida, él la observa caminar hacia el altar, y su corazón se quiebra al darse cuenta de que no es el hombre que la acompaña. Durante seis años, compartieron risas, sueños y momentos inolvidables, pero la r...