Aquel día había comenzado como cualquier otro, sin advertencias ni señales de que se convertiría en uno de los momentos más significativos de mi vida.
Había ido a mi acuario favorito, ese pequeño lugar que siempre me traía paz, con la idea de desconectar un poco y perderme en los colores y movimientos de los peces.
La quietud de ese espacio era especial, un refugio al que siempre volvía cuando necesitaba un respiro.
Mientras caminaba entre los tanques iluminados, admirando el suave nado de las criaturas marinas, alguien me tomó de la mano por sorpresa.
Me volví y, para mi asombro, era él, aquel hombre que había cambiado tanto en mi vida en los últimos años.
Su sonrisa cálida y esa mirada de profundo cariño que siempre me dedicaba me llenaron de una alegría tan intensa que apenas podía contener.
Cuando lo vi, todo el ruido en mi cabeza se apagó. Allí estaba Félix, con esa sonrisa tranquila que siempre parecía saber cómo calmarme, incluso en los momentos más caóticos.
Me detuve por un momento, observándolo desde la distancia, como si quisiera grabar esa imagen en mi memoria: su postura relajada, sus ojos atentos buscándome, y esa calma que siempre parecía llevar consigo, como un refugio que me invitaba a quedarme.
Me acerqué lentamente, sintiendo cómo mi corazón, que hasta hace unos momentos parecía una tormenta, comenzaba a latir con un ritmo más constante. Félix no dijo nada al principio, pero cuando sus ojos encontraron los míos, su sonrisa se ensanchó, y algo en mí se sintió... en casa.
—¿Cómo estás? —me preguntó, su voz suave, como si supiera exactamente qué necesitaba escuchar.
—Mejor ahora, —respondí, sincera, sin necesidad de pensar demasiado en las palabras. Porque con él, todo parecía más simple, más claro.
Caminamos juntos durante un rato, sin rumbo fijo. Me escuchaba, como siempre lo hacía, sin interrumpirme, sin juzgar.
Simplemente estuvo allí, asintiendo de vez en cuando, dejando que mis palabras se fueran desahogando como si fueran parte de un río que finalmente encontraba su cauce.
Había algo en él que me hacía sentir segura, algo que me hacía querer confiar, aunque mi corazón aún estuviera remendándose de tantas cosas.
Félix no era solo una persona, era una sensación. Esa calma que no encontraba en ningún otro lugar, ese respiro que parecía imposible de alcanzar cuando estaba sola.
—¿Sabes? Siempre he creído que hay personas que llegan a nuestra vida para mostrarnos cómo debería sentirse la tranquilidad, —dijo de repente, deteniéndose y mirándome con una expresión seria pero cálida. —Y tú mereces eso, Keili. Mereces sentirte en paz, contigo misma y con lo que te rodea.
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Amores que aprenden a soltar
RomanceEn un día que debería ser el más feliz de su vida, él la observa caminar hacia el altar, y su corazón se quiebra al darse cuenta de que no es el hombre que la acompaña. Durante seis años, compartieron risas, sueños y momentos inolvidables, pero la r...