Melina Lestrange

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 Una joven atractiva y de hermosos ojos marrones con cabello negro largo que le caía hasta la cintura en forma de espirales y de mirada penetrante, se encontraba meciéndose en uno de los columpios que estaban en la pequeña plazoleta del poblado Orismung situado en las afueras de la Comuna de Beatengerg, en el norte de Suiza.

Era un lugar de ensueño, con montañas nevadas alrededor, grandes prados verdes circundando el lugar y casas pequeñas de colores similares: blanco y café, todas de madera, con tejas en bermellón, otorgaban la sensación de encontrarse inmersos en un pueblo extraído de un cuento de hadas. Tranquilo, con niños jugando, cielos celestes con solo un par de nubes en las alturas de los macizos y un aroma a pasto recién cortado que inundaba los sentidos.

Era el sitio perfecto para vivir pues tanto en la parte mágica como muggle, se había mantenido al margen de cualquier conflicto bélico. Por lo tanto era el sitio deseado para tener familia, criar a sus hijos y vivir en paz.

Pero para la muchacha que se mecía con la mirada perdida en un punto no definido, no era así. Para Melina ese sitio no era perfecto, nunca lo había sido. Era su encierro... su inicio y su final. Condenada al anonimato, purgando culpas que no le pertenecían. Hundida en un lugar en donde nadie la conocía... Ese sitio no era para ella y sabía con claridad a dónde debía dirigir sus pasos.

Mientras se balanceaba sin levantar los pies del suelo, sintió algo caliente deslizarse por su brazo derecho. Al mirar advirtió que un hilo de sangre corría por éste. De inmediato soltó su mano de la cadena de fierro que sostenía el columpio y se limpió, intentando que nadie se diera cuenta, pero la atención de ese momento no era para ella, sino para una pequeña niña de no más de seis años, que haciendo uso de sus poderes mágicos, sin pensarlo de seguro y sin saber que eso estaba prohibido, levitaba un par de flores las que llegaban al regazo de su abuelo que estaba a unos cuantos metros más allá. Unos reían, otros aplaudían.

Sí, era un pueblo tranquilo y sobre todo, acogedor. Sus casi dos mil habitantes eran en su mayoría magos y brujas venidos de varios lugares de Europa, muchos huyendo de la guerras mágicas de las cuales ella había sido protegida.

Llevaba toda su vida viviendo en casa de una familia magos amigos de su padre, los Widmer, quienes la habían acogido desde pequeña recibiendo por su cuidado una considerable suma de dinero que había cubierto todos sus gastos, incluso pagado la colegiatura en la Academia Mágica Beauxbatons. Pero ni siquiera con esos años logró borrar de su mente las ganas de emprender vuelo y volver con los suyos, buscar sus orígenes y ser quien debía ser, por derecho y voluntad propia.

Cuando creyó que se podría ir, siendo mayor de edad y, pensando en seguir estudiando en una universidad mágica de Londres, los Widmer no la autorizaron y desde ese día, la vida familiar ya no era la misma. Más de alguna vez había estallado en gritos y su «padre» Heinz Widmer había terminado castigándola y encerrándola en su cuarto.

Ya estaba cansada y ese día había quedado todo saldado. No había vuelta atrás. Esa mañana se había cobrado por todos los malos ratos, los encierros, las negaciones y la falta de libertad que durante veintitrés años tuvo que soportar al lado de su familia adoptiva. Quienes se encargaban de sacarle a relucir su origen cada vez que podían... la maldad de su madre, de la guerra que había sido librada y en donde ellos habían evitado a toda costa que la afectara. Intentando por todos los medios sembrar en ella el odio hacia su madre, la que nunca supo de su existencia.

Un día, mientras sus padres estaban fuera de casa y, pudiendo ya realizar conjuros fuera del colegio hurgó entre los papeles y recuerdos en busca de algún documento que explicara su origen. Allí encontró una carta de su padre, Rodolpus Lestrange, en donde hablaba que el hechizo aplicado a Bellatrix había resultado por demás efectivo y que esta se encontraba convencida de que su hijo varón había nacido muerto. Los recuerdos reemplazados eran tan reales que su verdadera madre nunca se enteraría de que su hija nació sana y que le había sido arrebatada antes de conocerla.

Desde ese momento odió con toda su alma a su padre biológico y a los adoptivos, pues cada vez que podían le hablaban de lo malvada que había sido Bellatrix, una fiel colaboradora de Voldemort y que por culpa de ella mucha gente muggle y mágica había muerto. Lejos de odiarla y maldecirla, Melina admiraba a su madre. Había sido una mujer fiel a sus preceptos y si bien se hallaba en el lado opresor, sentía que ese era el lugar correcto; que la doctrina de Voldemort en relación a una comunidad mágica sin corrupción alguna con sangre muggle, era la correcta. Por eso se encargó de estudiar cada movimiento de la guerra, cada batalla, los nombres de los involucrados y, a pesar de no estar presente, sabía que su alma siempre regresaba al pasado y acompañaba a Bellatrix en todos sus movimientos.

Entendía que su madre debió ser una mujer triste, a pesar de todo, pues suponía que fue casada en forma obligada con su padre y que este debió estar acostumbrado a ordenar en su vida o perturbar su memoria cuantas veces había querido. No la culpaba de la veneración que esta llegó a sentir por Voldemort, es más, siempre creyó que su madre más que admiración hacia su mentor, sintió una especie de atracción verdadera por él. Pero eso jamás lo sabría. Jamás tendría una conversación con ella, jamás la abrazaría, jamás besaría su mejilla y le diría: —Te extraño, mamá. Porque Bellatrix jamás supo de su existencia. Jamás se enteró de las noches que pasaba llorando abrazada a la almohada, clamando por sus abrazos, por una palabra de consuelo que solo una madre sabe dar. Jamás sentiría una caricia de ella... Se la habían arrebatado... todos ellos debían pagar... nadie tenía derecho a alejarla de alguien tan importante como su madre.

Sobre todo debían pagar aquellos quienes la odiaron y quienes dieron fin a su vida.

Tenía todo listo: hoy, lo que por años planeó, se había cumplido, incluso antes de lo esperado: Heinz y Verena, habían muerto. No supo cómo, pero durante una de esas muchas discusiones, una fuerza desconocida e incontrolable la acometió e hizo que su boca conjurara dos maldiciones imperdonables, saliendo los respectivos rayos de colores rojo y verde. Primero fue un crucio, percibiendo un regocijo enorme cuando ellos se retorcían en el piso pidiendo misericordia y luego, sintiéndose dueña del poder, les dio un avada kedavra a cada uno.

Era libre al fin, pero debía huir... eso era lo que tenía planeado desde hacía tiempo, no era momento de flaquear. Sonreía con nerviosismo mientras empacaba todo y mediante un hechizo reductor, lo echaba a un bolso de mano, que en ese momento estaba a sus pies.

En ese instante una voz interna, una que muchos le llaman «conciencia», le repetía:

Debes entregarte para que se haga justicia. Has asesinado a quienes te cuidaron durante toda tu vida...

Con demasiadas dudas y sin saber a ciencia cierta qué hacer, a pesar de haber planeado todo desde hacía años, los nervios y para qué negarlo, el miedo y tal vez culpa por lo que había hecho, la invadieron. Así que salió de la casa y se sentó en un columpio de la plaza. La casa, a su espalda, ahora lucía una puerta entreabierta, atenta a que pronto llegaran aurores y la apresaran. Bastaba con que a un vecino le llamara la atención e ingresara y descubriera los cuerpos inertes de los Widmer.

Pestañeó y meció con fuerza la cabeza. Algo la hizo reaccionar. El viento, un grito o una voz interna, pero eso no debía quedar así. Ella no podía irse presa y seguir encerrada, si ya llevaba toda una vida así.

¡No, no me entregaré!

Se puso de pie rápidamente, tomó el bolso que estaba en el suelo y corrió a la casa, cerrando tras de sí la puerta que adrede había dejado entornada hacía unos minutos.

Con su varita hizo que volaran algunos muebles y cayeran cosas al piso y se desparramaran por todos lados. Algunas incluso, sobre los cuerpos fríos de sus padres adoptivos.

Luego, de entre sus ropas, extrajo una daga y se cortó el brazo izquierdo, pues la sangre del derecho había parado de fluir. Tal sangre, la utilizó para esparcirla por la sala, dando muestras de lucha de su parte.

Se giró hacia una de las ventanas, moviendo un poco la cortina a la espera de que alguna persona pasara cerca.

Cuando advirtió que un matrimonio iba por allí, activó un hechizo para que esas personas escucharan claramente una disputa en donde unos hombres amenazaban a Verena y a Heinz, diciéndoles que venían por Melina.

Cuando vio que varias personas estaban dispuestas a ingresar a la casa, simplemente desapareció. Se iría al poblado más cercano muggle desde donde vería la forma de regresar a Inglaterra.

Ya sabía a dónde debía ir. 

Los Cristales del SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora