Órdenes Ministeriales

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ORDENES MINISTERIALES

Un adiós sin razones, unos años sin valor...

Me acostumbré a tus besos y a tu piel color de miel,

A la espiga de tu cuerpo, a tu risa y a tu ser.

Mi voz se quiebra cuando te llamo

y tu nombre se vuelve hiedra,

que me abraza y entre sus ramas ella esconde mi tristeza.

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Tres años. Tres largos años que estaba completamente alejada del mundo muggle. Sin sus padres allí, no tenía ningún lazo que la uniera a ese lugar. Se había dedicado a estudiar leyes en la Universidad Mágica de Londres, yendo y viniendo desde la ciudad hasta su nuevo hogar en La Madriguera. Vivía con los Weasley desde que había salido del colegio, pero bien sabía que era una familia prestada. Tarde o temprano tendría que dejarlos. No eran de su sangre y por más que Molly y Arthur intentaban hacerla sentir como un miembro más, provocando encuentros con sus hijos varones, el amor simplemente no llegaba.

En un momento creyó estar interesada en Ronald, pero ese amor no se dio y no fue porque ella no pusiera de su parte. Realmente lo quería... hasta aquella noche en que probó esos labios que jamás podría borrar de su mente.

Draco... Draco Malfoy le movió el suelo firme que pisaba. Sus convicciones se desvanecieron y sus tan sólidos sentimientos hacia Ron, se habían esfumado. Los besos y caricias de Draco, su tono suave de conversación, la claridad de sus pensamientos, las pequeñas bromas sarcásticas habían calado en ella, a tal punto que solo bastaron unas horas para enamorarse de ese hombre.

Hasta el día de hoy recordaba cada segundo de aquella noche inolvidable... aquella noche en que creyó que había conocido a otro Draco Malfoy, pero había sido solo una ilusión. Al despertar, ese Draco que le mostró una faceta distinta, seguía siendo el mismo arrogante, engreído, manipulador mortífago que todos conocían. No escatimó en mentiras para alardear delante de su amigo respecto de una relación inexistente entre ella y él. Siendo incluso capaz de mentirle en su cara.

¡Descaro y falsedad! Esa era la realidad de Malfoy y ella tan cándida llegó a creer en él. Pero, luego de pasado el tiempo, llegó a comprender esa extraña actitud. Era imposible para él fijarse en ella, menos siendo quién era y cargando el peso de «heroína de guerra». ¿Qué importaba aquello ahora? En realidad, no recordaba si eso en algún momento le sirvió para algo. Para lo único que le valió fue para que pusiera una barrera infranqueable entre ella y Malfoy. Estaba segura que él había pensado bien las cosas y eran evidentes los miles de kilómetros de distancia que los separaban. La infinidad de circunstancias y todo lo vivido, era lo que los alejaba irremediablemente. Podría quizá argumentar el arrepentimiento por parte de él en lo referido a aquella noche, mas no entendía, ni perdonaría, la forma de intentar resarcir todo. No, ese no era el camino. Y ella no era quién para absolverlo.

Se abrazó a sí misma queriendo abrigar su cuerpo. Era mes de julio y corría una suave brisa. A esa hora de la tarde y, como aún no comenzaba el semestre en la universidad, tarde a tarde se acercaba a la colina próxima a La Madriguera y se sentaba en la sombra de ese árbol. A pensar en Draco... lo recordaba como si fuera ayer cuando lo vio. Y hacía tanto que no sabía nada de él... Lo último que supo fue que su casa en Londres, aquella que con tanto interés le habló esa noche, había sido incendiada, sabían que era una venganza por parte de los prosélitos de Voldemort, aunque según Harry, esta había sido obra el propio Lucius Malfoy quien, furibundo por el actuar de su hijo y de Narcisa, había logrado dar con ellos y cobrarse por la osadía de negarse a participar de sus planes de reivindicación de la causa mortífaga.

Los Cristales del SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora