AMBICIÓN

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Un juez lo llamó «vandalismo». Otro juez lo llamó «destrucción de la propiedad pública».

En Nueva York, después de que los vigilantes lo pillaran en el Museum of Modern Art, el juez redujo la acusación a «tirar desperdicios», lo que le faltaba por oír. Después del Museo Getty de Los Ángeles, el juez llamó a lo que había hecho Terry Fletcher «graffiti».

En el Getty o en la Frick Collection o en la National Gallery, el delito de Terry siempre era el mismo. La gente simplemente no se ponía de acuerdo en cómo llamarlo.

A ninguno de los jueces de esta historia hay que confundirlo con el honorable Lester G. Myers del Juzgado de Distrito del Condado de Los Ángeles, coleccionista de arte y todo un buen tipo. El crítico de arte no es Tannity Brewster, escritora y conocedora de todo lo que tenga que ver con la cultura. Y relájense, de ninguna manera el galerista es Dennis Bradshaw, famoso por su Galería Pell/Mell, donde solamente por coincidencia a la gente la tirotean por la espalda. De vez en cuando.

No, cualquier parecido entre estos personajes y alguien vivo o muerto es un completo accidente.

Lo que se explica aquí está todo inventado. Nadie es nadie salvo el señor Terry Fletcher.

Repítanse a ustedes mismos que esto no es más que una historia. Que nada de esto es real.

La idea básica vino de Inglaterra, donde los estudiantes de arte iban a la oficina de correos y se llevaban montones de esas etiquetas baratas para escribir la dirección que te dan gratis. Todas las oficinas tienen montones y montones de esas etiquetas, cada una del tamaño de una mano con los dedos extendidos pero puestos todos juntos. Un tamaño fácil de esconder en la palma de la mano. Las etiquetas tienen en el dorso una lámina de papel de cera que se despega. Debajo de la misma hay una capa de pegamento diseñada para pegarse a cualquier cosa para siempre.

Ese era su verdadero encanto. Los jóvenes artistas —en realidad, se trataba de don nadies— podían sentarse en su estudio y pintar una miniatura perfecta. O esbozar un estudio a carboncillo después de pintar la etiqueta con una capa base de blanco.

Luego, con el adhesivo en la mano, se iban a colgar su propia exposición. En los pubs. En los vagones del tren. En los asientos traseros de los taxis. Y su obra se pasaba más tiempo allí «colgada» del que uno imaginaría.

La oficina de correos hacía los adhesivos con un papel tan barato que nunca se podía despegar. El papel se rompía en jirones y se deshacía en los bordes pero aun así el pegamento no se iba. Y el pegamento crudo, que quedaba todo amarillo y lleno de grumos como si fuera moco, iba cogiendo polvo y humo hasta convertirse en una mancha negra mucho peor que el pequeño cuadrito de facultad de bellas artes que había sido. La gente pensaba que cualquier obra de arte era mejor que aquel feo pegamento que dejaba atrás.

Así pues, la gente dejaba las obras pegadas. En los ascensores y en los cubículos de los lavabos. En los confesionarios de iglesias y en los probadores de los grandes almacenes. En su mayoría, sitios donde no iban mal unos cuantos cuadritos. La mayoría de los pintores se contentaban con que su arte se pudiera ver. Eternamente.

Con todo, si quieres llevar las cosas demasiado lejos, confía en los americanos.

A Terry Fletcher la gran idea le vino mientras hacía cola para ver la Mona Lisa. Por mucho que se acercara, el cuadro nunca se hacía más grande. Pero si tenía libros de texto de arte que eran más grandes. Allí estaba el cuadro más famoso del mundo y era más pequeño que un cojín de sofá.

En cualquier otra parte, sería muy fácil metértelo debajo del abrigo y cruzar los brazos. Robarlo.

Mientras la cola se acercaba al cuadro, tampoco parecía un milagro tan grande. Allí estaba la obra maestra de Leonardo da Vinci y no daba la impresión de que valiera la pena malgastar un día entero esperando como un tonto en París, Francia.

Relatos de Chuck PalahniukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora