CREPÚSCULO CIVIL

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Fue el verano en que la gente dejó de quejarse del precio de la gasolina. El verano en que dejaron de echar pestes de los programas que daban por televisión.

El 24 de junio, el sol se puso a las 8.35. El crepúsculo civil terminó a las 9.07. Una mujer iba caminando colina arriba por el tramo empinado de Lewis Street. En la manzana que quedaba entre las avenidas Diecinueve y Veinte, oyó el ruido de alguien que aporreaba algo. Era el ruido que podría hacer un martinete, un ruido de martillazos muy fuertes que ella pudo notar a través de los zapatos planos en la acera de cemento. Se producía cada pocos segundos, y se volvía más fuerte con cada martillazo, como si se estuviera acercando. La acera estaba vacía y la mujer retrocedió hasta apoyarse en la pared de ladrillo de un edificio de alquiler de apartamentos. Al otro lado de la calle había un hombre oriental de pie en la reluciente entrada de cristal de una charcutería, secándose las manos en un trapo blanco. En algún punto a oscuras en medio de dos farolas, algo de cristal se rompió. El porrazo volvió a sonar y la alarma de un coche se puso a aullar. Los porrazos se acercaron, invisibles en plena noche. Un expendedor de periódicos salió disparado de lado y se estrelló contra la calle. Algo volvió a estrellarse, dijo la mujer, y estallaron las ventanas de una cabina telefónica situada solamente a tres coches aparcados de distancia del sitio donde ella estaba.

De acuerdo con un pequeño artículo en el periódico del día siguiente, se llamaba Theresa Wheeler. Tenía treinta años. Y estaba empleada en un bufete de abogados.

Para entonces el hombre oriental se había vuelto a meter en la charcutería. Le dio la vuelta al letrero de forma que dijera: Cerrado. Con el trapo todavía en la mano, corrió hasta la parte trasera de la tienda y apagó las luces.

Entonces la calle se quedó a oscuras. La sirena del coche aullaba. El estruendo regresó, tan fuerte y tan cercano que el reflejo de Wheeler reverberó cuando temblaron los cristales del escaparate de la charcutería a oscuras. Un buzón, atornillado a la acera, explotó haciendo tanto ruido como un cañón y después se quedó temblando, vibrando, abollado e inclinado a un lado. Un poste de madera de la compañía eléctrica se estremeció y sus cables cayeron sobre este, golpeteándose entre sí y provocando una lluvia de chispas, como fuegos artificiales resplandecientes.

A una manzana colina abajo de donde estaba Wheeler, en el costado de plexiglás de la marquesina de una parada de autobuses, con la fotografía alumbrada de fondo de una estrella de cine vestida únicamente con calzoncillos, el plexiglás explotó.

Wheeler permaneció de pie, con la espalda pegada a la pared de ladrillo que tenía detrás, con los dedos metidos en las junturas de los ladrillos, las yemas de los dedos tocando la argamasa, aferrándose con tanta fuerza como si fueran de hiedra. Con la cabeza tan echada hacia atrás que cuando se lo mostró a la policía, cuando les contó su historia, el áspero ladrillo le había dejado un punto calvo en la cabeza.

Y luego, dice ella, nada.

No sucedió nada. No pasó nada por la calle a oscuras.

La Hermana Justiciera, que es quien está contando esto, se está embutiendo un cuchillo debajo de cada una de sus uñas haciendo palanca hasta arrancarlas.

El crepúsculo civil, dice, es el período de tiempo que media entre el crepúsculo y el momento en que el sol está a más de seis grados por debajo del horizonte. El crepúsculo civil, dice la Hermana Justiciera, es distinto al crepúsculo náutico, que dura hasta que el sol está a doce grados por debajo del horizonte. El crepúsculo astronómico dura hasta que el sol está a dieciocho grados por debajo del horizonte.

La Hermana cuenta que aquello que nadie había visto siguió avanzando colina abajo desde el sitio donde estaba Theresa Wheeler y abolló el techo de un coche que estaba parado en un semáforo en las inmediaciones de la calle Dieciséis. La misma nada invisible destruyó el letrero de neón de The Tropics Lounge, aplastando los tubos de neón y doblando el letrero por la mitad pese a que estaba junto a la ventana de un tercer piso.

Relatos de Chuck PalahniukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora