La tormenta de arena no llegó con pasitos sigilosos. No fue como esa niebla de Dashiell Hammett que va apoderándose de San Francisco, ni como la niebla que usa Raymond Chandler para crear el escenario de Los Ángeles. Aquella tormenta del desierto descendió sobre el poblado de tiendas de campaña en forma de ventisca marrón y abrasadora. Sin perder un momento, los acampados se refugiaron dentro de las tiendas azotadas por los elementos. Se ataron pañuelos mojados sobre la nariz y la boca. En vez de bailar la danza india de los aros y de tragar fuego, se encendieron las cachimbas y se contaron historias en voz baja a la luz de las linternas. Hablando en susurros por respeto a los muertos, rememoraron a aquellos festivaleros que habían abandonado el resguardo de sus tribus. A inconscientes que se habían aventurado a salir en plena tormenta, como la de esa noche, confiando en su sentido borrachuzo de la orientación. Puede que su destino solo estuviera a unos pocos metros, pero yendo a ciegas, con los ojos fuertemente cerrados para protegerse de la abrasión del polvo, los viajeros habían errado el rumbo. Bajo el azote de la arena, se habían desviado todavía más. Dando tumbos guiados por una fe ciega, habían estado seguros de que podrían aferrarse a algo sólido. La salvación siempre había parecido estar al alcance de su mano...
Al amanecer, un walkie-talkie graznó. Primero una ráfaga de estática, seguida de una voz. Una voz femenina. Enterrado a medias, cubierto de polvo apelmazado, el walkie-talkie preguntó:
—Arcoíris, ¿me recibes?
Otro carraspeo de estática flotó en el aire polvoriento.
—Soy Tartita de Fresa —dijo la voz—. Tengo un Código Hierbabuena. ¿Me recibes?
Al salir el sol la arena ya se había asentado. En las inmediaciones del walkie-talkie descendió una larga cremallera. Una mano se asomó desde el interior de un saco de dormir húmedo. Con todos los dedos pintados con filigranas de henna. Las uñas pintadas de negro. Y un anillo de esos que cambian de color según el estado de ánimo, con la piedra convertida en ónice: ansiedad. El nivel más bajo. No era una mano joven, ya tenía su edad. Palpó el suelo de tierra de los alrededores de la tienda, descartando barras luminosas muertas y collares de golosinas y condones usados y pegajosos, hasta que encontró el walkie-talkie y lo arrastró de vuelta al interior del saco de dormir. Una voz amortiguada de hombre tosió. Y por fin contestó:
—Aquí Arcoíris.
—Gracias a la diosa —contestó la voz femenina. Tartita de Fresa.
Adormilado, el hombre se hurgó con el dedo en las profundidades del ombligo. Era una de las ventajas de haber llegado a la mediana edad: le había salido tripa. La vida le había conferido esa clase de barriga dura y redonda que abultaba y obligaba a las chicas a arquear la espalda cuando él se las tiraba por detrás. Cuanto más grande era la panza de un tío, más profundo era su ombligo. El de Arcoíris era como el marsupio de un canguro. Con la yema del dedo palpó un Stelazine de cinco miligramos. Un Mandrax sudafricano. Un Mellaril de quince miligramos, almacenado allí para emergencias como aquella. Cogió con las puntas de los dedos un Mellaril verde de diez miligramos y se lo metió entre los labios cuarteados.
—¿Estás segura de que es un Código Hierbabuena? —preguntó.
Y el saco de dormir se replegó para revelar a su ocupante: un hombre barbudo y quemado por el sol. Un enredo de collares de cuentas amenazaba con estrangularlo. Se le enganchaban en los pelos del pecho desnudo. Uno de los collares de cuentas estaba ensartado en un aro plateado que le atravesaba el labio inferior. Con el walkie-talkie pegado a la oreja, preguntó:
—¿Dónde?
Olió meados de gato. Con la mano libre se agarró un puñado de sus rastas y se las aceró a la nariz.
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Relatos de Chuck Palahniuk
NouvellesUna colección de relatos publicados por el autor norteamericano Chuck Palahniuk, mas conocido por su primera novela, EL CLUB DE LA LUCHA, y por su relato (que hizo desmayarse a mas de una persona) TRIPAS. Encontrarás historias que te gustarán, que t...