EXPEDICIÓN

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Para conocer la virtud, primero debemos familiarizarnos con el vicio.

MARQUÉS DE SADE

Ni siquiera quienes visitan por primera vez Hamburgo pueden evitar fijarse en un aspecto curioso de la Hermann Strasse: una parte de la calle en cuestión está bloqueada por ambos extremos. Y no hay una sola barrera, no, sino dos cercas de madera consecutivas de cuatro metros de alto que cortan la calle entera de edificio a edificio, con la barrera interior situada aproximadamente a unos seis metros de la exterior. El tráfico de vehículos está prohibido. Unas puertas de madera permiten solo el tránsito de peatones masculinos, y aun esas puertas tienen unos muelles que hacen que se cierren de golpe en cuanto las sueltas. Y es más: las puertas de la barrera exterior no están alineadas con las de la interior, lo cual hace imposible divisar lo que hay dentro o fuera de la sección cerrada de la calle. Y se ha mencionado intencionadamente a los hombres porque no está bien visto que las mujeres atraviesen esas puertas. De acuerdo con la costumbre, solo a los hombres se les permite cruzar las barreras.

El resultado es que fuera de la zona cercada siempre se puede encontrar a un grupo de mujeres furiosas, enojadas y con los hombros caídos. Mirando al suelo, sin comunicarse para nada con las demás, conscientes de ser objeto de la lástima pública. En alemán a estas mujeres las llaman Schandwartfreierweiber. Una traducción aproximada sería «mujeres que esperan avergonzadas a sus hombres».

Dentro de las barreras está el distrito del vicio de Hamburgo, con la calle flanqueada de prostitutas, muchas de ellas asombrosamente bonitas, que se dirigen a los hombres que pasan diciéndoles: «Hast du eine Frage?. —O bien—: Haben Sie Fragen?». Las barreras están para dejar fuera a los inocentes o a los moralistas, y específicamente a las mujeres respetables. Se considera que la presencia de mujeres que no están vendiendo su cuerpo avergonzaría a las que sí. ¿Y acaso no merece todo el mundo cierta medida de respeto? Quizá nadie lo merezca más que esas mujeres que tienen muy poco más.

Es un arreglo informal. No hay ninguna ley que prohíba la entrada de mujeres respetables en el distrito; sin embargo, la costumbre es que los niños del barrio, los hijos de las prostitutas, llenen profilácticos masculinos de orina. Niños varones, debido principalmente a la fisiología necesaria para llenar una funda de orina. Los globos resultantes los cierran atando un nudo —globos calientes, malolientes e inestables, da igual que sean de piel de cordero o de goma— y los dejan en fila allí donde más pega el sol para que el contenido fermente hasta un máximo de asquerosidad. Luego tiran estas bombas perniciosas para empapar a cualquier mujer curiosa, voyeur o claramente impaciente que se aventura al otro lado de la barrera en busca de un marido o novio que lleva demasiado tiempo dentro. Más interesante todavía es el hecho de que son los niños varones ilegítimos los que asumen el rol de defender el honor de sus madres caídas en desgracia.

El conocimiento de la existencia de estos globos, tan frágiles, tan pestilentes y tan manejables, es lo que mantiene a las Schandwartfreierweiber fuera cuando sus hombres —turistas extranjeros o bien gente del campo— insisten en entrar «Solo para echar un vistazo» o «Solo un momento, cariño, no puedo ver si no echo un vistazo», y luego se pasan una hora dentro. O dos horas. Lo que tarden esas visitas.

Todas las ciudades tienen barreras como esas, tangibles o intangibles. Destinadas a preservar el respeto a los caídos en desgracia y la sensibilidad del resto. En Ámsterdam, es De Wallen. En Madrid, la calle Montera, junto a la Gran Vía. Y fue en uno de esos distritos de su propia ciudad donde Felix M. se aventuró más veces de las que le gustaba admitir, incluso ante sí mismo. Sobre todo ante sí mismo. Y especialmente teniendo en cuenta que había sido en el interior de una de aquellas zonas de baja estofa donde su padre había desaparecido hacía más de dos décadas. Y más especialmente todavía porque ahora Felix M. también tenía un hijo, un chaval de diez años.

Relatos de Chuck PalahniukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora