SE ABRE EL TELÓN

0 1 0
                                    

Mi viejo lo convierte todo en un chiste. ¿Qué puedo decir? Al viejo le encanta echarse unas risas. Cuando yo era chaval, la mitad de las veces no entendía ni jota de sus chistes, pero aun así me reía. En la barbería, no importaba a cuánta gente dejara mi padre que se le adelantara en la cola para cortarse el pelo, él solo quería pasarse allí sentado todo el sábado y hacer reír a la gente. Hacer que se partieran el pecho. Estaba claro que cortarse el pelo no era su prioridad.

—¿Saben aquel que dice...? —Y mi padre procede a contar que un día entra en la consulta del oncólogo y dice—: Después de la quimioterapia, ¿podré tocar el violín?

Y el oncólogo le contesta:

—Ha hecho metástasis. Le quedan a usted seis meses...

Y meneando las cejas como Groucho Marx, sacudiendo la ceniza de un puro invisible, mi viejo dice:

—¿Seis meses? —dice—. Quiero una segunda opinión.

Así que el oncólogo le dice:

—Muy bien, tiene usted cáncer y además sus chistes son una mierda.

De forma que le dan quimioterapia y le aplican la radiación esa, aunque le quema tanto por dentro que me cuenta que hasta ir al lavabo es como mear cuchillas de afeitar. Sigue yendo todos los sábados a la barbería a contar chistes, aunque ahora está calvo como una bola de billar. O sea, está flaco como un esqueleto calvo y encima tiene que arrastrar a todas partes uno de esos tanques de oxígeno a presión, como una versión en miniatura de la bola y la cadena de los presidiarios, y le dice al barbero:

—Córtame solo un poco por arriba, por favor.

Y ellos se ríen. Entendedme: mi viejo no tiene la vis cómica de Milton Berle. No es Edgar Bergen. Está flaco como un esqueleto de Halloween y está calvo y estará muerto en seis semanas, o sea que da igual lo que diga, la gente se va a carcajear como chimpancés solo por el afecto que le tiene.

Pero, en serio, no le estoy haciendo justicia. Es culpa mía que esto no se vea, pero mi viejo es más gracioso de lo que parece. Quizá su sentido del humor sea un talento que yo no he heredado. Durante toda mi infancia, cuando yo era su muñequito de ventrílocuo, él me decía:

—Se abre el telón y aparece una señora que va a la peluquería y se la encuentra cerrada. Luego va a otra peluquería y también está cerrada. Va a una tercera peluquería y también se la encuentra cerrada. ¿Cómo se llama la película?

—Me rindo —le decía yo.

—Ah, te rizas como puedas.

Y yo no lo entendía. Era muy tonto. Tenía siete años y todavía estaba en primero de primaria. No sabía nada de peluquerías ni de permanentes, pero quería que mi viejo me quisiera, así que aprendí a reírme. Dijera lo que dijera, yo me reía. Cuando hablaba de aquella señora que buscaba peluquerías, yo imaginaba que se refería a mi madre, que se había ido de casa y nos había abandonado. Lo único que mi viejo contaba de ella era que era una mujer «de bandera» que no sabía encajar un chiste. NO ERA buena perdedora.

Él me preguntaba:

—¿Por qué el Van Gogh aquel se convirtió en pintor?

La respuesta del chiste era «Porque no tenía oído para la música», pero con siete años yo no tenía ni idea de quién era el tal Van Gogh, y la mejor manera de cargarse un chiste era pedirle a mi viejo que lo explicara. Así que cuando mi viejo me preguntaba «¿Qué diferencia hay entre una toalla y una calculadora?», yo ya sabía que no tenía que preguntarle qué era una calculadora. Solo necesitaba tener una buena risotada lista para cuando él me dijera: «¡Que en la calculadora se calcula y la toalla seca el culo!».

Relatos de Chuck PalahniukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora