DE POR QUÉ COYOTE NUNCA TENÍA DINERO PARA EL PARQUÍMETRO

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Sucedió que Coyote y su mujer tuvieron un bebé. Era algo que Coyote no había querido ser nunca: padre. Su plan a largo plazo había sido encontrar trabajo fijo como estrella de rock: liderar aullantes himnos guitarreros en conciertos en estadios, fumar maría con Asno y quedarse dormido cada noche con la cara sepultada entre los flacos costados de Hiena; ahora, en cambio, Coyote tenía obligaciones. En vez de grupis sexys, Coyote tenía una esposa que no creía en el aborto.

Se había comprado una casa de dos dormitorios en Rainier Valley, donde su nuevo bebé nunca paraba de llorar. Coyote no necesitaba una prueba de paternidad para saber que el bebé había heredado sus pulmones. La criatura todavía no tenía ni un año y a Coyote le preocupaba que ya fuera adicta a ir en coche. Lo cual no presagiaba nada bueno para el medio ambiente. La única forma en que conseguía poner a dormir al bebé era amarrarlo al asiento trasero de su destartalado Dodge Dart y conducir por Seattle más o menos a la misma velocidad que van los carritos de la compra por los pasillos de un supermercado. A ocho kilómetros por hora, como mucho. Y con puntualidad suiza, el bebé siempre se despertaba a medianoche. La mujer de Coyote le daba el pecho y él se lo llevaba al coche. En su vecindario no dormía nadie. No trabajaba nadie y tampoco dormía nadie. Buey y Llama se pasaban la noche bebiendo licor de malta, sentados en el porche de la casa de al lado. Mangosta y Ardilla improvisaban partidos interminables de baloncesto bajo la farola de la esquina. Algunas noches restallaban disparos en la oscuridad. La banda sonora del vecindario eran unas radios de coche tan altas que hacían temblar los cristales de las ventanas de las casas. Las alarmas de los coches. Las sirenas de la policía. Nada de todo esto hacía que Coyote se muriera de ganas de mandar algún día a su criatura a las escuelas locales.

Alguien le había robado la radio del salpicadero y ahora Coyote no tenía otro remedio que cantar si quería música. Todas las noches retumbaban por la calle mil ruidos amplificados y a Coyote se le cansaba tanto la voz que no se oía a sí mismo. Y peor que el ruido era el hecho de que en las aceras se vendieran todas las adicciones. Ni siquiera hacía falta salir del coche. Ni siquiera hacía falta aparcar. Mientras conducía a ocho kilómetros por hora, añadiendo los berridos de su criatura a la cacofonía del vecindario, Coyote lo veía todo: a Zorro vendiendo jaco... a Flamenco vendiendo su cuerpo... a Elefante haciendo a gritos su pedido en el autorrestaurante de comida rápida. Los pandilleros rivales se disparaban entre ellos con escopetas desde sus coches sin aminorar la marcha. «Teniendo en cuenta que es un vecindario donde nadie trabaja —se preguntaba Coyote—, ¿por qué demonios todo el mundo tiene tanta prisa?». Hasta los maleantes de la peor calaña parecían estar bajo presión para simultanear tareas.

Algunas madrugadas el embotellamiento era total de tantos conductores que había estirando el cuello para asomarse por las ventanillas. Un tráfico matinal de gente sin trabajo que nunca llegaba a ningún lugar de trabajo.

Flamenco, por ejemplo. Con su minivestido y su bolso de cuero rosa colgando del hombro huesudo con una cadena de metal dorado, Flamenco seguramente ganaba diez veces más que Coyote pero no pagaba ni un centavo de impuestos. Coyote sabía un par de cosas sobre los animales sin domesticar. En primer lugar, todos los animales llevaban una insignia. Podía ser una pulsera trenzada por su chaval o un tatuaje en el cuello, pero siempre era una alusión a algún secreto que guardaban como oro en paño. Si identificabas la insignia y la elogiabas —ábrete sésamo— le abrías la cerradura del corazón a su dueño. Solo tenías que leer las pistas. Para aprender eso no hacía falta ir a la universidad, se decía a sí mismo Coyote. Vender muestras de decoración para postres en un supermercado tras otro te enseñaba lo que era importante en la vida. Su trabajo para Llewellyn Marketing Alimentario no era precisamente de los que le provocaban a tu cerebro una erección profesional rampante.

Lo segundo que sabía Coyote era que la esencia de la atracción sexual era la disponibilidad. Ese era el atractivo de la pornografía; el póster central desplegable de Cigüeña, con la boca abierta en una «O» enorme de sexo oral, el culo en pompa hacia la cámara y el tanga caído en torno a los zapatos de tacón alto, no te iba a rechazar. Si Flamenco se metía el dedo índice en las profundidades de la boca cada vez que pasaba un pervertido en su coche, era más que probable que también le diera su amor a un pringado enorme como tú. La minifalda de licra de Flamenco, que le llegaba más o menos a la altura del ojete, era un tranquilizador gesto de consuelo —el equivalente sexual de coger la mano— para los solitarios y los tímidos. Cada noche pasaban a toda velocidad los coches por la manzana y allí estaba Flamenco: una constante. Una apuesta segura.

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