TRÁEMELA

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Hank tiene un pie plantado un paso por delante del otro y todo su peso apoyado en el de detrás. Flexiona la pierna de atrás, acercándola al suelo, con la rodilla doblada y el torso, hombros y cabeza torcidos y echados hacia atrás en dirección al punto más alejado de la puntera del pie adelantado. Y en el mismo momento en que suelta el aire, la pierna que tiene detrás se pone recta de golpe y esa misma cadera se flexiona para proyectar el cuerpo entero hacia delante. Su torso se retuerce para adelantar el hombro. El hombro proyecta el codo. El codo proyecta la muñeca. Todo ese brazo entero traza una curva y restalla como un látigo. Hasta el último músculo contribuye a lanzar esa mano hacia delante, y en el momento mismo en que Hank debería caerse de narices, su mano suelta la pelota. Una pelota de tenis, de color amarillo brillante, volando tan deprisa como una bala, volando hasta casi desaparecer en el cielo azul, trazando un arco amarillo igual de alto que el sol.

Hank lanza el saque con el cuerpo entero, que es como se ha de sacar. El labrador retriever de Jenny sale dando brincos detrás de la pelota como una mancha negra disparada hacia el horizonte, esquiva las lápidas, regresa brincando y meneando la cola y me deja caer la pelota a los pies.

Yo, cuando tiro una pelota, uso solo los dedos. Quizá un poco la muñeca; tengo las muñecas flacas. Nadie me ha enseñado a hacerlo bien, o sea que ahora mi lanzamiento rebota en la primera hilera de lápidas y después en un mausoleo, rueda por la hierba y desaparece detrás de una tumba; Hank sonríe mirándose los pies, niega con la cabeza y dice:

—Bien lanzada.

Hank se desprende un gargajo de las profundidades del pecho y escupe una ostra bien gorda de mocos sobre la hierba, entre mis pies descalzos.

El perro de Jenny se queda ahí sin hacer nada, parte labrador negro y parte estúpido, mirando a Jenny. Jenny está mirando a Hank. Hank me mira a mí y me dice:

—¿Qué esperas, chaval? Ve a buscarla.

Hank señala con la cabeza el sitio donde ha desaparecido su pelota de tenis, perdida entre las lápidas. Hank me habla de la misma forma en que Jenny habla con su perro.

Jenny se retuerce un mechón de pelo largo entre los dedos de una mano y mira hacia atrás, en dirección al aparcamiento donde está el coche de Hank. La luz del sol le traspasa la falda, que no tiene enagua debajo, y le perfila las piernas hasta las mismas bragas.

—Te esperamos. Lo juro —me dice.

En las tumbas que hay en primer plano no hay escrita ninguna fecha posterior a 1880 y pico. A juzgar por mis cálculos, mi lanzamiento debe de haber aterrizado alrededor de 1930. El de Hank ha llegado hasta los estúpidos peregrinos del estúpido Mayflower.

Nada más dar un paso noto algo húmedo en la planta del pie descalzo, algo viscoso, pegajoso y todavía caliente. El escupitajo de Hank se me pega al talón, formándome una membrana entre los dedos del pie, de forma que lo froto contra la hierba para limpiármelo. Detrás de mí, Jenny se ríe mientras arrastro ese pie ladera arriba, en dirección a la primera hilera de tumbas. Hay ramos de rosas rojas clavados en el suelo. Banderitas americanas ondeando bajo la brisa. El labrador negro corre por delante, olisqueando las manchas muertas y marrones que hay en la hierba y añadiéndoles sus meados. La pelota de tenis no está detrás de la fila de tumbas de la década de 1870. Detrás de la fila de la década de 1860 tampoco hay nada. Desde el sitio donde estoy se despliegan nombres de gente muerta en todas direcciones. Amados maridos. Veneradas esposas. Madres y padres adorados. Los nombres se extienden hasta donde me alcanza la vista, todos meados por el perro de Jenny, un ejército entero de gente muerta debajo de nosotros.

Y en cuanto doy el paso siguiente, el suelo estalla: por toda la hierba cortada estallan géiseres como si fueran minas explosivas de agua fría, regándome los vaqueros y la camisa. Una trampa de pura gelidez. Los aspersores subterráneos del césped arrojan sus chorros de agua, obligándome a cerrar con fuerza los ojos y mojándome el pelo hasta pegármelo a la cabeza. El agua fría me golpea desde todas las direcciones. Oigo risas detrás de mí: Hank y Jenny se están riendo tan fuerte que necesitan apoyarse el uno en el otro para no perder el equilibrio, con la ropa mojada y pegada a las tetas de Jenny y moldeada sobre la sombra de su matojo. Los dos se caen sobre la hierba, todavía abrazados, y sus risas se detienen al juntarse sus bocas mojadas.

Relatos de Chuck PalahniukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora