CRÁTERES HIRVIENTES

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—Cuando llegan las noches de febrero —solía decir la señorita Leroy—, cada conductor borracho es una bendición.

Cada pareja que buscaba una segunda luna de miel para arreglar su matrimonio. La gente que se quedaba dormida al volante. Cualquiera que saliera de la autopista para tomar una copa, era alguien a quien tal vez la señorita Leroy podía convencer para alquilar una habitación. Hablar era la mitad de su negocio. Hacer que la gente se tomara otra copa, y luego otra, hasta que no les quedaba más remedio que quedarse.

A veces, claro, uno se quedaba atrapado. Otras veces, decía la señorita Leroy, uno simplemente se quedaba sentado durante lo que resultaba ser el resto de su vida.

La mayoría de la gente esperaba algo mejor que las habitaciones del Lodge. Los somieres de madera de las camas se tambaleaban. Los pasamanos y las tablas de los pies de la cama estaban desgastados allí donde encajaban entre sí. Los tornillos y las tuercas estaban sueltos. En el piso de arriba, todos los colchones tenían tantos bultos que parecían estribaciones montañosas. Las sábanas estaban limpias, pero el agua de los pozos de allí arriba era muy fuerte. Uno lavaba cualquier cosa en aquella agua y la tela quedaba áspera como el papel de lija como resultado de los minerales, y olía a azufre.

El colmo de todo era que había que compartir un cuarto de baño situado al final del pasillo. La mayoría de la gente no viaja con un albornoz, lo cual significaba que había que vestirse hasta para ir a echar una meada. Por la mañana, uno se despertaba y tenía que darse un baño de agua que apestaba a azufre en una bañera helada con esas patas en forma de garra.

A ella le suponía un placer conducir a aquellos desconocidos de febrero hacia el acantilado. Primero apagaba la música. Una hora entera antes de empezar a hablar, se dedicaba a bajar el volumen, un punto cada diez minutos, hasta que Glen Campbell dejaba de sonar. Después de que el tráfico diera paso a la nada absoluta en la carretera de fuera, apagaba la calefacción. Una a una, tiraba de las cadenillas que apagaban los letreros de neón de marcas de cerveza que había en el escaparate. Si hubiera habido un fuego en la chimenea, la señorita Leroy lo habría dejado apagarse.

Y durante todo ese tiempo se dedicaba a conducirlos, a preguntarle a aquella gente qué planes tenía. En el White River en febrero no había nada en absoluto que hacer. Tal vez caminar con raquetas por la nieve. Esquí de fondo, si te traías tus esquís. La señorita Leroy dejaba que algún cliente sacara la idea a colación. Todo el mundo acababa haciendo la misma sugerencia.

Y si no lo hacían ellos, entonces era ella la que mencionaba la idea de visitar los cráteres hirvientes.

Las estaciones de su cruz. Acompañaba a su público por el mapa de carretera de su relato. Primero se mostraba a sí misma, el aspecto que había tenido antes de que pasara la mayor parte de su vida, veinte años atrás mientras estaba de vacaciones de la universidad, en una excursión en coche remontando el White River, suplicando un trabajo de verano, el que entonces era el trabajo de sus sueños: ser camarera allí en el bar del Lodge.

Era difícil imaginar a la señorita Leroy delgada. Delgada y con los dientes blancos, antes de que se le empezaran a retraer las encías. Antes de tener el aspecto que tenía ahora, con la raíz marrón de cada diente al descubierto, de la misma forma en que las zanahorias se agolpan para salir del suelo si uno planta las semillas demasiado juntas. Costaba imaginarla votando a los demócratas. Hasta costaba imaginar que le cayera bien otra gente. La señorita Leroy sin aquellas sombras oscuras de pelo en el bigote. Costaba imaginar a universitarios haciendo cola durante una hora para follar con ella.

La hacía parecer sincera, decir algo así de curioso y triste sobre sí misma.

Hacía que la gente escuchara.

Relatos de Chuck PalahniukDonde viven las historias. Descúbrelo ahora