Nara
El auto deportivo de Gian se detuvo frente a mi casa. Su mano acarició mi muslo el resto del viaje y todo lo que podía pensar era en el sabor de sus labios. Rompí la regla principal que había estipulado en nuestro acuerdo.
Sin lengua...
Y fue lo primero que disfruté cuando nos besamos.
La llovizna era ligera, el limpiaparabrisas despejaba la vista y el viejo farol iluminaba la calle. La tormenta había oscurecido el cielo. Probablemente mis nonnos estaban preocupados. Me quité el cinturón de seguridad y miré a Gian. Tenía una sonrisa en los labios. Se veía feliz y relajado.
―Bueno, gracias por traerme. Ha sido un día agradable ―dije, sonando nerviosa.
Dios... era tan torpe. ¿Qué más podía decirle? ¿Agradecerle por el fantástico beso que compartimos? Era estúpido compararlo con mis otras relaciones, pero nunca un hombre me había hecho sentir así. Cómo si estuviera ardiendo y no pudiera respirar. La forma en que me miraba despertaba mi confianza. A su lado era valiente y atrevida.
―Estoy deseando volver a verte―respondió, pasando sus nudillos por mi mejilla. Me miró lentamente a la cara, bajó hasta mis pechos y volvió a subir―. El lunes es el día más esperado de mi vida.
Mis labios se separaron y lo miré pestañeando.
―Yo también estoy esperando que llegue ese día. Buenas noches, Gian.
Puse la mano en el pomo de la puerta, pero impidió que saliera y ordenó en voz baja:
―Ven aquí.
Solté un grito ahogado cuando me rodeó la cintura con un brazo y me empujó hacia él para que me sentara a horcajadas en su regazo. Nos reímos mientras nuestros labios se conectaban de nuevo en un beso apasionado. Mordió mi labio inferior y su lengua reclamó mi boca.
―Me vuelves loco―susurró.
Gemí suavemente mientras arrastraba las manos por mi espalda que se arqueó ante su toque y apretó mi trasero, gruñendo cuando me froté contra su erección. Demasiado pronto se echó hacia atrás con una mueca y presionó su frente en la mía.
―Te quiero desnuda, preciosa, pero si hacemos eso frente a tu casa sospecho que tu abuelo saldrá a recibirme con Gregoria.
Sacudí la cabeza con una sonrisita. Si Aurelio nos veía en esa situación, Gian no viviría otro día para contarlo. Me bajé de su regazo y me arreglé la ropa. Una vez que estuve menos agitada, lo observé. Él se pasó una mano por el pelo con un suspiro.
―¿Entonces nos vemos el lunes?
―Sí.
Asentí y abrí la puerta, pero antes de que pudiera salir, me detuvo por segunda vez.
―¿Nara?
Me giré hacia él.
―¿Sí?
―Sueña conmigo esta noche.
Sonreí.
―Lo haré. Hasta luego.
Esta vez sí permitió que saliera de su auto. Corrí rápidamente para huir de la llovizna y entré a mi casa. Gian solo arrancó cuando estuve segura. No podía dejar de sonreír incluso cuando saludé a mis abuelos que veían una vieja serie de comedia en la sala. Aurelio me estudió con los ojos entrecerrados mientras mi nonna le daba un sorbo a su chocolate y mordía una galleta.
―Mira como estás, querida―dijo mi nonna―. Ve a ponerte algo caliente para que no te enfermes.
Aurelio resopló, enfocándose de nuevo en la televisión.
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