Gian
En mi mundo la lealtad era más importante que el amor. Mi padre me había enseñado por las malas que era indispensable conocer a las personas que te rodeaban porque nunca sabías cuando podrían apuñalarte. Era irónico darle la razón a un hombre que había traicionado a su familia por interés, pero el día que ella decidió darme la espalda supe que nadie te amaba realmente por devoción.
La lealtad era frágil y dependía de cuánto te entregabas.
Te mataban a quemarropa una vez que ya no eras útil.
—Tenemos una mesa de reservación—sonrió Liana—. Llegaremos tarde si no te das prisa.
Tironeó de mi mano y la insté a detenerse. Había estado actuando raro estos días. Era más fría y distante. Le di su espacio porque entendía su malestar. Las discusiones en nuestra relación eran frecuentes y no sabía cómo arreglarlo. Si abría la boca empeoraba la situación. Me hubiera gustado regresar a los viejos tiempos. Esos donde maldecíamos y gritábamos, pero siempre terminábamos follando y al día siguiente nos olvidábamos de los problemas.
Pero todo era diferente.
Liana era diferente.
Ya no era la misma chica de antes.
Ahora tomaba distancia para evitar cualquier tipo de confrontación y regresaba cuando estaba segura de que había desaparecido la tensión. Era pacifista, como si nada de mí valiera gastar su energía. La amaba, a mi manera lo hacía, pero sentía que ya no éramos compatibles juntos. Esa chispa salvaje que nos definía se había apagado.
—No hablamos mucho hoy, pero te preocupa más la reservación—dije en tono seco y tajante—. Grandes prioridades, Liana.
Las hojas de otoño se sacudieron y revolvieron su cabello castaño. Sus ojos verdes no tenían su brillo habitual. Me mataba por dentro pensar que yo había provocado esto. Mi falta de interés, esos meses que pasó sola porque estaba muy ocupado en los negocios como para prestarle atención. Padre me advirtió que ser Don implicaba perder lo que más amaba a cambio del título. Dolía vivir esa cruda experiencia, pero fue mi elección. Tenía una constante necesidad de sangre y violencia. No renunciaría a mi adicción por nada en el mundo. ¿Qué me quedaba si lo hacía?
—¿Qué quieres de mí, Gian? —preguntó. Sus labios temblaron y soltó un sollozo que me rompió el corazón. Retrocedió para que pudiéramos vernos y entrecerró los ojos—. Porque te encanta exigir y eres incapaz de darme algo a cambio.
Una risa histérica brotó de mis labios y sacudí la cabeza. Me creía tan tonto, maldición.
—¿Te estás escuchando? —resoplé—. Te he dado todo y no respondiste con la misma lealtad.
El cielo oscuro se asemejaba a cómo me sentía y dio paso a un aguacero. Nos quedamos allí, bajo la lluvia, con nuestras emociones a flor de piel. Traté de justificarla. Me repetí una y otra vez que yo la había orillado a esto e intenté convencerme de que ella reflexionaría y volvería a ser la misma mujer que amaba.
Fui tan estúpido.
Nuestra relación había empezado siendo abierta, luego me di cuenta de que la amaba como un lunático y me negaba a compartirla de nuevo. Creí que Liana sería la mujer con quién pasaría el resto de mi vida. Mi opinión sobre el matrimonio era restrictiva, ¿pero quién necesitaba un papel cuando éramos capaces de matar por el otro? Liana me daba todo. Era mi ángel y mi soporte en los momentos más oportunos. Mi compañera de crimen, mi mujer y mi mejor amiga.
Pero algo se había roto entre nosotros y ese algo no tenía reparación.
—Creo que yo me perdí desde que dejaste claro que no me querías para algo más que sexo—susurró y se le quebró la voz—. No me ves digna de tu tiempo, no me ves digna de tu apellido.