Entramos en una bonita casa con flores en la fachada. Estornudé otra vez y me fui a sentir delante de la chimenea. Dante estaba aterrado por los rayos, pero aún así la encendió. Intenté prender unos fósforos que había entre los troncos al lado del fuego, pero se me rompió entre los dedos. Estaba temblando, y Dante también, excepto Gabriel. Él parecía que no le afectase el frío.
Volví a intentar encender la cerilla pero se me volvió a romper. Dante me las quitó de las manos antes de que las rompiese todas.
-¿Quieres encender una vela? –inquirió él mientras se sentaba a mi lado.
-Da igual –suspiré mientras el castañeo de dientes disminuía- solo quiero entrar en calor.
Como si el fuego me hubiese escuchado, sus llamas aumentaron considerablemente. Me di la vuelta en busca de Gabriel. Estaba viniendo hacia nosotros con mantas en las manos. Me tiró una a mí y la otra a Dante.
-¿Tú no tienes frío? –clavó su mirada en la mía y me arrepentí de haberle dicho nada.
Negó con la cabeza y yo dirigí mi mirada al fuego. Era la situación más incómoda en la que había estado en toda mi vida. Miré a Dante de reojo y lo vi abrazando sus piernas contra su pecho.
Él era un adulto, un hombre maduro que había tenido a centenares de soldados bajo sus órdenes. Siempre lo tenía todo bajo control, y nadie lo podría bajar del pedestal donde él mismo se había colocado. Pero ahora lo veía tan desamparado, tan frágil...
Puse mi mano encima de su cabeza y le acaricié el pelo. Sus ojos se cerraron, aún temblaba. Me levanté y me quité la sudadera y los pantalones, quedando solo con una camiseta de tirantes azul y la ropa interior de color gris. Me puse la manta otra vez por encima.
Dante me imitó y se quedó en calzoncillos. Mientras, Gabriel, permanecía callado e inmóvil, como si fuese un mueble más.
Un relámpago volvió a surcar el cielo y Dante volvió a estremecerse de terror. Quería abrazarlo contra mi pecho. Quería hacer lo que hacíamos de pequeños. Construir un fuerte de cojines y escondernos dentro hasta que secase la lluvia. Aún recuerdo que aunque él fuese mayor, cuando nos encontrábamos bajo el fuerte y nadie nos observaba él se acurrucaba junto a mí con la cabeza en mi cuello. También le cantaba la única canción que recordaba. No era mía, pero me encantaba la letra y me la aprendí tan bien que aún me acuerdo hoy en día.
Miré a Dante y por el rabillo observé a Gabriel.
"Tenemos que hablar" una voz sonó en mi cabeza "Soy Gabriel"
No me asusté que me hablase telepáticamente, eso ya era una cosa normal en este mundo de locos.
"¿Desde cuándo haces eso?"
"Te lo contaré luego, tenemos que hablar"
"No me gusta hablar mentalmente, prefiero notar las palabras pasando por mi garganta y siendo moldeadas en mi boca, haré que Dante se duerma, y luego hablaremos, solo espera"
Ni tan solo le había mirado, pero había notado como la consciencia de Gabriel se apoderaba de mi cerebro y una enorme sensación de frío se expandía por todo mi ser, volviéndome a atrofiar los músculos y a helar los huesos. Aunque ya estuviese a una temperatura normal la camiseta que llevaba puesta me robaba el poco calor que había conseguido recuperar. Sin moverme del sitio me la quité.
Acerqué a Dante a mi pecho y me apoyé con la espalda en el sofá. Él no se lo pensó dos veces en abrazar mi torso y hundir su cabeza en mi cuello. Estaba temblando, pero no de frío. Le acaricie el pelo como si fuese un perro.
Nuestra piel se rozaba, y él tenía sus labios encima de mi clavícula.
-Canta –susurró.
-¿Eh? –lo había oído bien la primer a vez, pero no quería cantar delante de Gabriel.