Cuando fui a las puertas del este encontré a unos veinte soldados delante de estas. Estaba corriendo desesperadamente, algo importante había pasado. Algo muy importante en lo que seguro que Kena estaba implicada. Al llegar aflojé el paso y mandé a los soldados que cerrasen las puertas. No lo hicieron. Reina estaba allí también y vino en mi busca con el rostro preocupado.
-¿Qué es todo esto Reina?
-Kena-dijo ella resumiendo.
Una sola palabra lo decía todo. Porque ella lo era todo, un tornado en medio de un pueblo. Nunca sabes hacia dónde va a arrasar primero, eso era impredecible, como ella.
Me acerqué más a las puertas, y la llegué a ver arrodillada en el suelo llorando. Seguro que había sido ella quién había dicho que no cerrasen las puertas, y era evidente que nadie le iba a llevar la contraria. Era ella, Kena, quién le llevase la contraria podría quedarse sin una de sus extremidades. Me acerqué a ella y me acuclillé a su lado. Tenía la frente pegada al suelo, como si se estuviese retorciendo de dolor. Le puse la mano en el hombro, pero la sacudió.
-Soy yo... Dante...
Volví a intentar poner mi mano en su hombro, pero esta vez no la sacudió. Me acerqué a ella y le besé la cabeza.
-Tranquila...- le susurré.
Me giré y les grité a los soldados:
-¡Cerrad las puertas! ¡Que los vigilantes suban a las torres a las cuales estén asignados, y los demás fuera, no os quiero ver aquí!
Cogí a Kena en brazos, pero ella se negó, y volvió a arrodillarse en el suelo. Con un gesto de mano ordené que parasen de cerrar las puertas.
-Vamos dentro...
-¡NO!
-Aquí no haces nada...
Lloraba, me rompía el corazón. Me odiaba a mi mismo por no saber lo que le ocurría, porque quería hacer algo para animarla, pero no sabía el qué. Me sentía por primera vez en mucho tiempo inútil e impotente. Me acerqué a su oreja para susurrarle:
-No te desesperes, mantén los ojos abiertos.
-¡NO!
Sequía sollozando. Parecía una estrella truncada.
-Kena, abre los ojos...
Esa conversación la habíamos tenido antes. Pero en esos tiempos ella era una niña indefensa y yo un soldado cegado por la venganza.
-Sé que no quieres afrontar la realidad pero no estas sola.
-Dante- levantó la cabeza del suelo y me miró- Necesito escapar de este juego.
La abracé, no podía mirarla a los ojos. La cogí en brazos porque le temblaban las piernas y fuimos dentro.
Utilizamos uno de los pocos metros que aún quedaban en actividad y fuimos hasta la ciudad. Una vez allí la dejé en su apartamento durmiendo. Estaba muy cansada. Encargué un nuevo uniforme para ella e hice traerlo a su piso. Mientras observaba como dormía vinieron Reina y Leyla y la despertaron sin querer.
Cuando abrió esos ojos tan grandes, me puse alerta. No sé por qué. Simplemente sabía que algo iba a pasar.
Se levantó de la cama mientras Reina le preguntaba como estaba.
-Estoy bien –mentía. Lo veía en sus ojos.
-Que bien –dijo Leyla, quién no sabía que había pasado- voy a preparar la cena para todos.
Raramente, la comida en esos tiempos no era muy escasa dentro de las murallas, así que toda la gente podía comer con tranquilidad todo lo que quería.
-¿Qué harás ahora?
Yo contemplaba la escena desde un segundo plano sin querer intervenir.
-Voy a apuntarme a las fuerzas especiales esos que se hacen llamar 'Los ángeles de la muerte'.
-¡Pero eso es un suicidio! -dijo Reina alterándose.
Los ángeles de la muerte eran un grupo de mercenarios cabreados con el mundo que viajaban sin ninguna atadura atacando grupos nombrosos de vampiros. No eran muchos, y muy pocos soldados que se unían a ellos podían sobrevivir a los primeros meses, por no decir semanas.
Cuando pensé en que Kena se iba a ir me alegré. Yo estaba siendo egoísta pensando, alegre, que ella estuviese a punto de hacer jaque a los vampiros, pero nadie decía que pudiese completar la jugada. Si los generales no tenían a Kena bajo su control, no habría jaque y si no había este primer movimiento no haría falta que pusiese su vida en peligro para realizar una jugada insegura. En un principio yo creía que todo iría según el plan, pero no puedo fiarme de eso. Quería que ella fuese libre, no una pieza de ajedrez como yo.
-Dante –dijo Kena- me voy a ir. Cuídalos bien.
Estaba derecha peinándose el pelo en una coleta. Cogió su segunda arma, una daga, de la mesilla de noche y salió ajena a la mirada de súplica de Reina.
Salió por la puerta y los dos nos miramos, ninguno de los dos era consciente de lo que estaba sucediendo. Era como si estuviésemos en un sueño y solo conociésemos el presente. Pasó por la puerta y fue hasta la cocina donde estaba Leyla cocinando la cena. Se sentó en una de las sillas esperando la comida como si nada hubiese pasado. Yo y Reina nos levantamos al mismo tiempo. Nos sentamos también en la mesa.
-¿Qué está pasando? –le preguntó ella a Kena- No entiendo nada.
-Simplemente no quiero permanecer dentro de esto juego. Ya me han hecho demasiado daño –me miró- pero no quiero salir aún del todo de él. Aún tengo unos asuntos pendientes.
Lo sabía. Sabía que le habían hecho en ese hospital. Pero no lo recordaba.
-Cuando te marches esta noche ¿Hacia dónde vas a ir? –le pregunté yo.
-Voy a ir a la taberna Siete Vidas porque es por allí donde van siempre que llegan a esta ciudad.
-¿Y si no están allí?
-Iré a buscarlos a otro sitio.
-¿De qué habláis? –dijo Leyla trayendo un cazo con albóndigas.
-De nada importante –dijo Kena lanzando una mirada furibunda a Reina.
-¿No vas a hacer nada para impedírselo? –me preguntó Reina a la oreja.
-Es mejor que se vaya, además ella se ha hecho muy fuerte estos días, más que yo.
Yo sabía que ella había descubierto como invocar esa energía que le implantamos en el cuerpo.
Cenamos. Reina y Leyla hablaban entre ellas. Yo y Kena permanecíamos callados. Me odiaba.
Al terminar la cena fue a su habitación, al salir llevaba una mochila de colegio colgada a la espalda.
-¿A dónde vas? –le dijo Leyla.
Abrió la puerta y mientras salía dijo:
-Adiós, nos veremos.
Reina permanecía quieta mirando al suelo.
-¿A dónde ha ido Kena, Reina? -preguntó Leyla.
-Se ha ido a buscar a los ángeles de la muerte.
-¿¡Cómo?!
Me levanté y salí del piso mientras Leyla se peleaba con Reina por no haberla detenido. Porque ahora ya era demasiado tarde. La habíamos oído bajar las escaleras corriendo, y es muy difícil atrapar a Kena cuando corre, casi imposible.
Mientras bajaba pensaba en que los generales me iban a quitar los galardones y me iban a dar una buena paliza por haber dejado marchar a Kena. Uno de los pocos experimentos que en un principio había resultado exitoso.
Lo peor de todo era que sabía que mis sentimientos por ella no eran reales. No sabía como se había dado cuenta, pero en verdad sí que la tenía en estima. Pero no en tanta como para enamorarme de ella. Me pasé una mano por el pelo.
-Dante que gilipollas has sido... -me dije.