Capítulo 11.

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Capítulo 11.

Reino de los Súcubos.

Rosier se encontraba recostada en su diván, forrado en cuero rojo, tratando de controlarse. Las cosas no habían salido tan bien como ella pensó en un principio, y si bien antes se había sentido eufórica, ahora el aroma a fracaso impregnaba con su repugnante olor los muebles del lugar: la mesa fabricada con huesos de seres míticos (sobre la cual se encontraba la bola de cristal oscuro), el reluciente espejo con marco de oro, el cual arrojaba una extraña luz mortecina, el cuero rojo del lujoso y hermoso diván, digno trono para una reina. La diablesa cerró sus ojos multicolor, esperando encontrar en su amada oscuridad el reposo que tanta falta le hacía. Sin embargo, éste se negó a presentarse, pues el desastre de ese día continuaba flotando a su alrededor como un fantasma que no estuviese dispuesto a dejarla en paz.

Lo peor aún estaba por venir, por supuesto. Rosier, harta de tanta ineptitud por parte de sus súbditos, a quienes culpó directamente por el fracaso de ese día en la batalla contra los ángeles (sin importarle que en realidad fue ella la culpable, al otorgarle a Adyra tanto control sobre su corte), se retiró a sus aposentos ordenando categóricamente que nadie debía molestarla. Ella esperaba obligarse a sí misma a reconocer que no, que esa batalla no la habían perdido, y que sí, que ellos habían hecho una baja importantísima en el ejército celestial, pero lo único que podía repetirse en su mente era la escena donde Alessandro Lua ordenaba algo a Adyra... Y ésta le obedecía sin chistar.

Una carcajada maligna sacó a Rosier de su estupor. Si bien esa risa parecía ser tan frágil como un cristal que se rompe al caer, lo cierto era que escondía un timbre metálico que la hacía sonar tan intimidante como podría hacerlo el restallido de un trueno. Rosier habría reconocido esa terrible voz en cualquier parte, sobre todo porque nadie podía tener esa risa tan peculiar, tan terriblemente engañosa, tan genuinamente falsa. La diablesa se puso en pie violentamente. ¿Cómo se atrevía ella a poner un pie en sus territorios?

-          Qué mala suerte tienes, Rosier.- una figura se materializó a media habitación.- Tener una hija que ayuda a los ángeles. Seguramente que no hay cosa que te moleste más, ni algo que sea tan denigrante para los de nuestra especie. ¿Cierto?

Rosier miró fijamente a la proyección frente a ella (porque eso era, una proyección, no un cuerpo real; era lógico que ella no se atrevería a entrar así al reino de los Súcubos; sobre todo, a sus aposentos), con bastante desagrado: sobre el oscuro piso de piedra se encontraba una mujer hermosísima, con la piel pálida como la de un hijo de la noche; largos cabellos negros lamían sus curvas, cual fuego negro que terminaba acariciando el suelo; sus ojos eran profundos y de un intenso color vino, un color de ojos único en el infierno. Coronaban la cabeza de la diablesa dos gruesos y enormes cuernos terminados en punta, relucientes como el marfil, negros como el ónice, así como un par de fuertes y poderosas alas adornaban su espalda. La diablesa usaba un vestido de seda infernal en color negro, que tenía un enorme escote que mostraba sus pálidos senos, y que caía en un corte irregular que dejaba entrever una de sus largas y estilizadas piernas.

-          Lilith.- rugió Rosier.- ¿Qué haces aquí? ¿Cómo te atreves a entrar a mis territorios?

-          Querida mía, te recuerdo que todos son mis territorios.- replicó Lilith.- Aunque éste sea tu reino, en realidad todo me pertenece, así que puedo aparecerme por aquí cuando lo desee.

-          Aún así, no puedes entrar.- vociferó la diablesa pelirroja.- Ni siquiera tú puedes venir aquí si Lucifer no te ha dado permiso.

-          Y no estoy aquí, querida Rosier.- Lilith parecía divertida en verdad.- Sólo soy una proyección, y nadie ha dicho nada sobre las proyecciones. Vamos, que no tienes imaginación, no me dirás que nunca se te había ocurrido hacer eso.

Alas de Libertad: Senda del Destino.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora