1. I

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Nous avons foi au poison. Nous savons donner notre vie tout entière tous les jours.

Voici le temps des Assassins.

*

Tenemos fe en el veneno. Sabemos dar nuestra vida entera todos los días.

He aquí el tiempo de los Asesinos.

—A. Rimbaud


El aire viciado lamía desde las ruedas de los carruajes hasta las pieles enfermizas de niños y adultos, ensuciando las paredes, los alimentos, las alcantarillas, los pies, las manos, los ojos. Para tener tan sólo un rayo de esperanza en sus miradas habrían necesitado del Sol, pero no tenían ese privilegio. Allí abajo, donde no llegaba la verdadera luz que te calienta los huesos o el viento que te revuelve el pelo como una caricia, la vida consistía en una guerra constante. Tenías que luchar por poder mover las piernas a pesar de vivir a oscuras, a moverte por esas mismas sombras, a comer lo que fuera y a hacer lo que hiciera falta. Todo esto eran pequeñas luchas por la gran guerra de la supervivencia. Levi sabía esto a la perfección y lo había aprendido en cuanto Kenny el Destripador lo puso bajo su protección.

Para ellos no existían los titanes ni los muros del exterior, como tampoco existían el Sol ni el cielo ni el viento. Preocuparse por esas cosas era para los privilegiados, y él no era ningún privilegiado. Aunque siguiera siendo un niño, había pasado de ser un saco de huesos de ojos hundidos a un auténtico espectáculo de habilidad por el que se apostaba en callejones oscuros entre risas y monedas manchadas de sangre. Era un animal feroz, un perro siempre a punto de atacar si significaba vivir un día más bajo las alas de Kenny. Era fuerte y ágil, podía ganar a un hombre adulto del doble de su altura y matarlo si quería, aunque siempre se detenía antes de eso. Aún no era el momento pero pronto lo sería.

Las peleas, como ese pequeño mundo creado bajo la tierra, tenían sus propias reglas también.

Kenny también tenía sus propias reglas. Y las reglas eran que Levi tenía que pelear y ganar no importaba qué. No servían excusas. Nunca emparejaba a Levi en una pelea contra alguien que sabía que no podía ganar, y por eso las quejas ocasionales del pequeño por dolor o por miedo antes del momento de gloria no le importaban lo más mínimo. No eran inusuales los insultos por su estatura, demasiado baja para su edad, o por la duda que mostraba cada vez que estaba a punto de hacer algo de lo que Kenny le decía. No significaba que no cuidara de él, sin embargo. Curaba sus heridas y de vez en cuando incluso le daba muestras de afecto, o sucumbía a algún capricho del menor después de un día demasiado largo para ambos. Pero le enseñaba a sobrevivir, y eso por encima de todo era lo que más valoraría Levi en el futuro. Kenny no era el padre ideal pero era lo más parecido que cualquier niño podría tener allí abajo. Una carta no de protección, pero de seguridad. El problema era que poco a poco, o quizá demasiado rápido, pedía más de Levi. Ya no se trataba sólo de peleas callejeras y apuestas, sino de acompañarle a trabajos que requerían pasos tan silenciosos como los de las ratas y el talento de quitar la vida de alguien sin hacer ruido y sin que el futuro cadáver lo hiciera tampoco. Levi tenía potencial, y Kenny lo sabía desde el mismo momento en el que había empezado a entrenarle en el arte de hacer sangrar a un oponente. Al principio el chico había estado nervioso y aterrorizado por la idea, pero pronto había aprendido que la comida tenía un precio. Y después, que no obedecer significaba tener moratones el resto de la semana o soportar gritos constantes que a veces eran incluso peores. «La mejor disciplina es el dolor», solía decir Kenny, y Levi sabía que tenía razón porque era la prueba de ello. No sólo eso, sino que sin el dolor no estaría aprendiendo a ganarse un hueco entre los vivos en ese cementerio como lo estaba haciendo. El dolor era un salvavidas, un guía que te decía cuándo no podías más y cuándo sí, pero debías aprender a manejarlo y a dominarlo para no perder tu orgullo o tu vida. Levi se daba cuenta de que muchos hombres a los que Kenny torturaba o estaba a punto de matar no sabían esto y se dejaban llevar por el dolor físico que sentían, queriendo salvarse el pellejo sin pensar en lealtades o en la seguridad de alguien más. Era repugnante, patético. Hasta Levi, a su corta edad, conocía la lealtad hacia aquel que ha brindado protección a uno, y el collar invisible que podías morder pero no podías quitarte hasta haber pagado tu deuda. Era de las pocas cosas en las que Kenny no había podido cambiar su visión.

Pioneros (𝐒𝐍𝐊)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora