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A menudo las personas se preguntan qué clase de suerte les aguarda con el pasar del tiempo, sobre todo si se trata de acertar lo que nos depara el futuro en cuestión de años. Dicho pensamiento nace comúnmente cuando nos encontramos felices, porque la dicha y el regocijo de un momento efímero producen malestar en nuestro interior y como una lluvia de piedras nos tira contra el suelo sin vacilar para finalmente crear en nuestro cerebro la gran interrogante: ¿Hasta cuándo durará esta felicidad?

Esa era la clase de pregunta que no dejaba de formular en mis más sencillos y superficiales pensamientos para distraerme del súbito miedo que me generan los aviones mientras están aterrizando.

Llevaba un largo rato en la cabina del avión, más del tiempo que me hubiese gustado estar sentada en esos asientos que a pesar de ser cómodos me resultan espantosos cuando recuerdo que en realidad, estoy dentro de un aparato mecánico que se encuentra a no sé cuántos miles pies de altura y qué –siendo fatalista- por cualquier error técnico como que se acabe el combustible o que exista una fuga en alguna puerta, podría terminar hecho jirones en algún lugar del océano. 

Por lo tanto, gracias a las pocas probabilidades de que recuperen mi cuerpo, no habrá huesos que regresen a casa para por lo menos darle a mis familiares el consuelo de llorar sobre mi cadáver; porque probablemente terminaría siendo la comida de unos cuántos tiburones hambrientos o en el peor de los casos moriría en el naufragio, lo que supone que el martirio y la desesperación durarían mucho más.

De golpe, la moza de vuelo me despierta de mi trágica novela sobre accidentes aéreos para indicarme que debo reclinar el asiento a su posición inicial puesto que es una medida de seguridad cuando el capitán anuncia que próximamente aterrizaremos en el aeropuerto. En esta oportunidad y para goce de mi ansiosa alma, hemos llegado al aeropuerto de Incheon.

Rápidamente le hago señas de que acataré las órdenes para no ocasionar ningún lío inesperado –sí, soy de esas personas a las que los escándalos públicos les genera tanta ansiedad que sería capaz de temblar como el bambú frente a un huracán-, así de pronto me abrocho aún más el cinturón de seguridad y meto las manos en el gran suéter gris que llega hasta poco más arriba de mis rodillas y que según la vendedora era exageradamente grande para mi corta estatura pero que ahora es más que suficiente para envolverme del frío del avión. La bufanda rubí que me había puesto justo antes de subir al avión se había soltado un poco, por lo que con mucha calma la até correctamente y en el proceso mi cabello quedó atorado entre sus botones.

No importa, era hora de que dejara de mirar a los otros pasajeros y por lo pronto era mi deber reparar en la ventana que me mostraba un panorama que no era conocido y que nunca esperé llegar a ver. Siendo sincera, ¿quién se imaginaría que más pronto que tarde estaría despierta en medio de un torbellino de emociones que derivaban del hecho de que en menos de 20 minutos mis pies tocarían el mismo suelo que miles de turistas al año?

El hecho no está en que millones de personas ya hubiesen estado aquí antes que yo o que se trate de un país cuya actividad turística está en constante crecimiento, mucho menos se trata de que esté visitando el 3er país extranjero en mis largos 28 años. La verdad es mucho más infantil y colorida que todas esas buenas razones para estar feliz por llegar al Aeropuerto Internacional de Incheon, específicamente la puerta de entrada para los visitantes de Corea del Sur.

Primero a lo primero. 

Luego de despedirme del asiento que durante poco más de 10 horas me hizo recapacitar sobre los aviones y lo mucho que me muevo si no duermo en una cama, tomé mi equipaje de mano que constaba en un bolso CAT al menos de la mitad de mi tamaño y que contenía las cosas que yo considero nunca guardaría en mi maleta por cuestiones de privacidad, higiene y comodidad, por ejemplo, mi computadora portátil (pero eso no viene al caso).

i got you, dragon → g-dragonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora