I: LA DESAPARICIÓN DE LOS CUERVOS.

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Marina Bahía apareció un catorce de abril en la costa norte de Cuervo. Con cicatrices en las manos, el cabello más corto y un tatuaje en las costillas superiores derechas. Sin recuerdos, las olas de la mañana la despertaron de un sueño donde se veía tomada de la mano de alguien, pero cuando la espuma oceánica le golpeó las pestañas, no pudo saberlo.

Vestida de gala, miró a todos lados intentando entender que podía estar haciendo a esas horas en el océano. Sin mucho que idear, un par de gritos la hicieron reaccionar en su totalidad. Un grupo de niños se acercó junto a una mujer adulta con delantal que Marina reconoció de la escuela primaria pública número dos de Cuervo.

—Por dios — murmuró la mujer —, eres Marina Bahía.

—Sí — respondió Marina sentándose para mirarla mejor —, pero yo a usted no la conozco.

—Dios mío, es que llevas perdida un mes, debo avisar a las autoridades...

Marina se detuvo sin poder articular palabra alguna, con la lengua seca y las rodillas heladas, vio a la mujer sacar un teléfono y llamar con desespero anunciando que habían encontrado a una en las orillas de la playa Golondrina. Cuando la mujer dejó de hablar, Marina le tomó por el delantal como una niña pequeña, con una expresión de horror y confusión, la mujer se incoó a su lado.

Marina no pudo decir palabra alguna ni siquiera cuando los oficiales se acercaron a darle una frazada y preguntaron constantemente que había pasado. Marina no sabía de lo que le hablaban, porque para ella, se había ido a la cama una noche atrás, con una mascarilla de sandia y una toalla en la cabeza para secarse el pelo. Había dejado preparada su mejor falda ajustada y su saco más fresco para la llegada del verano.

Pero entonces comenzó a llorar cuando vio a su hermano mayor aparecer entre los oficiales con aún más lagrimas que ella. La abrazó con un desespero que Marina no sentía desde años atrás cuando cayó de un árbol y se rompió un brazo.

Entonces notó que no era mentira lo que sucedía, porque su gemelo, Marino, no lucía como la noche que Marina recordaba. Aparentaba un agotamiento excesivo, con ojeras purpuras y una barba oscura irregular que lo hacía similar al padre de ambos cuando joven. Le tomó las mejillas entre las palmas callosas y sonrió como un niño pequeño cuando la vio más confundida que herida. Marina sonrió de forma casi idéntica y clavó el rostro en el pecho de su hermano.

A la mañana del quince, mientras esperaba los panqueques de Guadalupe Pérez, la mujer que los cuidaba desde hacia tiempo y velaba por el orden de la casa, pidió escuchar nuevamente la historia completa de como se había ido a dormir un trece de marzo para despertar un mes después en la playa. Su hermano repitió el cuento como si de memoria lo hubiese aprendido, de como por la tarde ella no regresó a casa y los días transcurrieron sin que alguien pudiese saber algo que Marina Bahía, no solo en la isla de Cuervo, sino en todo México.

—Nos tenías con el Jesús en la boca, mijita — aseguró Lupita abrazándola contra su pecho —, no vuelvas a darme un susto así.

—No volverá a pasar, Lupe, siento haberte preocupado — respondió Marina recibiendo el beso dulce de la mujer mayor.

—¿Aún no recuerdas algo? — preguntó Marino colocando mantequilla extra en el plato de ella al pasarlo.

Marino dio un trozo a cada uno de los trillizos como si de un pulpo se tratase, con agilidad les dio a cada uno de los menores Bahía el desayuno entero sin quitarle la mirada a su hermana gemela.

Marina negó apretando los labios, revolvió el panqueque insegura y lanzó la cabeza hacia atrás para mirarse en el reflejo del refrigerador. Le había salido vello en el entrecejo, tenía algunas manchas de sol en las mejillas y el cabello un tanto maltratado, como expuesto al intemperie por demasiado tiempo.

Océano de Huesos {Los Dones de la Muerte I}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora