V: VESTIDO DE ESPUMA DORADA

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Por la mañana del veintitrés, Marina soñó nuevamente con el extraño que había estado asechando su mente desde el día que regresó a Cuervo, desde el momento en que despertó en la de la isla. Con una voz densa, melódica y sobre todo, dulce. Parte de los dones de Marina, al ser capaz de ver el alma desnuda de las personas, era poseer un tipo de sinestesia potencializada, donde podía ver los sabores de las voces, los colores de las melodías y las intensiones de los gritos. Por lo que no le resultó complicado detectar la voz de la persona tan dulce como un tamal de elote, su desayuno favorito.

Comenzaba a reconocerlo cada vez más rápido en los sueños, ya podía verlo entre la multitud de fantasmas del mundo astral del sueño, y saber que era él. A Marina le había gustado la primera vez que lo vio en sueños, era tan atractivo como interesante, pero mientras las noches avanzaron, el interés se volvió más una preocupación, porque no parecía encajar en los sueños de ella, parecía romper una cuarta pared que comenzaba a asustarla.

El fantasma de sus sueños era joven, con una estatura mayor al promedio de los chicos de la isla, la piel de un tostado rosado, las manos gruesas llenas de cicatrices blancas y los ojos tan oscuros que parecía no solo robar tu alma, sino que la devolvería cuando estuviese satisfecho. Con el cabello oscuro hasta los hombros, grueso y liso, con algunas cicatrices en el cabello y lunares blancos que lo hacían similar a la Luna.

Una belleza que solo podía observarse de lejos, porque cada vez que Marina se acercaba a él, desaparecía con un horror en los ojos caoba, que ella no conocía, pero por alguna razón, la preocupaba. A veces lo veía llorar, en una esquina del sueño con las manos entre las rodillas, y todas esas veces, Marina sentía la necesidad de ir a abrazarlo, a cuidarlo, a arreglarlo. Pero no importaba cuantas veces lo intentase, él siempre desaparecía cuando lograba alcanzarlo.

Esa noche no fue el caso. El hermoso extraño se sentó a mitad de la playa, de noche y la brisa moviéndole las pestañas densas, con la mirada perdida poseía el gesto más triste que le había visto jamás. Marina decidió que a lo mejor podía sentarse junto a él, y no hacerlo desaparecer, cosa que funcionó cuando cruzó las piernas y él se giró a verla.

Entonces sonrió y el pecho de Marina se encogió con tanta presión que le costo respirar con normalidad. No le conocía la sonrisa tan blanca, incluso se dio cuenta que tenía los caninos afilados y simulaba tener colmillos, pero Marina quiso creer que era su mente que le daba algo fantasioso para que encajase con sus sueños comúnmente ilógicos.

—¿Quién eres? — preguntó ella escuchando su voz provocar ego por la costa.

Él no dejó de sonreír, incluso suavizo su gesto con un cariño que a ella le pareció familiar, pero no sabía porque le causaba tanta afectación una persona que solo existía en sus sueños.

Sigues siendo muy hermosa — murmuró ignorando su pregunta —, pero eso siempre lo has sabido.

—Dios — masculló Marina —, hasta en mis sueños soy una puta egocéntrica.

El extraño se carcajeó con fuerza, otro sonido que Marina no conocía, y le supo a Pulparindo, dulce pero lo suficiente acido para mantenerla atenta.

Una de las tantas cosas que me gustan de ti — aseguró él —, tanta seguridad que confundías con egocentrismo.

—Te gusta pasearte por mis sueños — acusó Marina —, pero no se quien eres.

—¿En verdad no me recuerdas?

—¿Debería?

Lo anhelaba con todas mis fuerzas — confesó él.

Océano de Huesos {Los Dones de la Muerte I}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora