XII: MAR DE ORO

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Ari se estiró hasta intentar rozar el cielo, acomodándose las trenzas blancas en un reflejo del pequeño baño a donde se detuvieron antes de ir en busca del conocido de Jin. Cuando Marina salió del baño sacudiéndose las manos, Ari la observó con disimulo. Era tan parecida a Marino que la hacía fruncir el ceño sin darse demasiada cuenta, y era algo que la mantenía inquieta al sentirse un tanto culpable por lo que planeaba.

Marina la notó por el reflejo del baño y le hizo un gesto con la cabeza en signo de pregunta, pero Ari negó levantando las manos y le aseguró que solo quería que se apurase. Marina rodó los ojos asintiendo y se terminó de secar el rímel bajo los ojos que comenzaba a crearle ojeras falsas.

—No me tardo por gusto — decretó Marina —, me ha llegado la puta regla.

—Que gonorrea — exclamó Ari.

Marina se sonrió divertida ante la expresión de Ari y le preguntó que significaba cada que la escuchaba decirla. Ari le explicó sin mucha profundidad al tiempo en que salieron de la estación.

Jin las esperaba recargado mirándose las manos, había notado que comenzaron a salirle cicatrices blancas como si un rayo lo hubiese golpeado, por lo que supuso era un castigo de su madre al haberla estado desobedeciendo continuamente; las escondió cuando las vio llegar y anunció que sabía donde encontrar a su conocido, pero que necesitaba hacerlo solo, provocando un gruñido por parte de Marina.

—¿Qué se supone que haremos mientras? — preguntó ella impacientada.

—Conoced la ciudad — sugirió Jin —, es muy guay.

Marina sintió ganas de golpearlo, pero fue detenida por Ari quien asintió y aseguró conocer la ciudad, por lo que dirigió a Marina por la calle anunciando a Jin las buscase al terminar, aún sin un teléfono celular, él las podría encontrar con el Lazo del Caos. Viéndolas desaparecer por la acera, Jin se dio la vuelta y buscó algún auto con el cual utilizar sus dones.

Un convertible con un grupo de universitarios se detuvo junto a él con las cinco personas sonriéndole. Jin había activado su Encanto de la Muerte, un don con el cual se volvía sujeto de todo deseo de cualquier persona, permitiéndole usarla como se le ocurriese. Por lo que subió en la parte delantera y pidió lo llevasen hasta la Basílica.

—Eh, tío — lo llamó uno de los chicos de atrás —, que me resultáis familiar, ¿no sois un actor?

—Sí — respondió Jin con toda sinceridad —, ¿queréis un autógrafo?

—Pero claro — opinó la chica a su lado —, me vi todas tus pelis.

Jin sonrió firmándoles algunas hojas y prendas en lo cual demoró lo suficiente para no recibir más preguntas y lograr terminar el viaje. Se detuvieron unas cuadras arriba anunciando que era todo lo que podía entrar en auto, cuando Jin se bajó, el conductor le tomó la mano sobre el marco de la ventana.

—Si termináis rápido, échanos una llamada, ¿vale?

Jin asintió retirando su mano y arrugó la nariz cuando los vio irse. No había ni memorizado sus nombres que tampoco preguntó pero le informaron. Se sacudió la mano en el pantalón y caminó pensando en que le diría a Héctor después de tantos años de ni siquiera haberle dirigido la palabra al terminar con él.

La Muerte tenía pocas reglas sobre Jin, la mayoría sencillas de entender y acatar, pero la que a él más le costó mantener, fue la más importante de todas, la de no sentir nada por otras personas. La primera vez que lo reprendió de seriedad fue cuando Sabrina Sallow apareció de la mano de la Muerte y le notificó que era su hermana.

Océano de Huesos {Los Dones de la Muerte I}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora