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Había llegado el otoño y un tedioso domingo empezaba a despuntar en Charleston.

La noche anterior había olvidado silenciar mí teléfono móvil y un repentino aluvión de mensajes de whatsapp, notificaciones de Facebook y alertas de instagram me alertaron dé qué algo muy gordo había sucedido.

Me desperecé y rodé por mi cama hasta conseguir alcanzar el teléfono, qué permanecía sobre la mesita de noche.

Al abrir el grupo de Facebook "no oficial" de la Academia Perkins, contemplé horrorizada una fotografía que hizo que se me helara la sangre. La imagen mostraba el cadáver de Gerhard Robbins, el profesor de literatura. Su cuerpo estaba semi cubierto por la hojarasca que recubría el camino de la arboleda del recinto de mi colegio mayor. Al fondo de la imagen se podía vislumbrar la silueta del edificio principal de la Academia Perkins, el elitista instituto fundado y dirigido por mi tío, Howard Perkins.

Compungida, corrí escaleras abajo. Sabía que el tío Howard estaría desayunando en el enorme comedor con vistas a la parte trasera de la casa, leyendo el periódico. Nada le haría cambiar su rutina. Era un hombre tremendamente previsible.

Tras atravesar el largo pasillo que comunicaba el hall de la mansión con el salón, empujé con todas mis fuerzas la pesada puerta de madera maciza para acceder a la estancia.

-¡Tío Howard! ¡Tío Howard!- grité corriendo hacía él.

Mi tío apenas se inmutó. Con su tranquilidad habitual depositó la taza de café sobre su respectivo platito de porcelana y alzó la vista para centrarse en mí.

-¡Mira!- le exigí mostrándole la imagen que se había vuelto viral en las redes sociales.

-¡Dios mío! ¿De dónde has sacado esa fotografía?- me preguntó sobresaltado.

-Circula por internet... me ha llegado a través de diferentes fuentes- le aseguré.

-¿Estás segura dé qué no es un montaje?- me preguntó dubitativo.

-Desgraciadamente creo que no, tío Howard- le respondí con lágrimas en los ojos.

No es que sintiera un cariño especial por aquel profesor. Más bien el mismo que por los otros docentes del centro. ¡Cero! Pero ver muerto a alguien con el que trataba a diario me había impresionado más de lo que me esperaba.

Mi tío trató de consolarme pasándome el brazo por el hombro, pero lo hizo de un modo tan frío que apenas consiguió trasmitirme nada. El tío Howard era la persona más apática, en lo que a relaciones personales se refiere, que había conocido jamás. Dirigía con mano de hierro la Academia Perkins que era una fuente inagotable de figuras notables de la sociedad de Virginia. Mí padre, Francis Perkins, era el hermano pequeño de Howard. Se suicidó después dé qué mi madre le abandonara. Ella le había confesado que él no era mi verdadero padre y, cómo no estaba dispuesta a luchar por mí, me dejó a cargo de mi tío. Él me internó en la más prestigiosa institución educativa del estado hasta que tuve edad de acudir al instituto.

-¡Emily Perkins!- exclamó mi tío después de contemplar mi atuendo- Sabes que en esta casa hay unas normas.

-Lo siento, tío Howard. He visto esto y he sentido la necesidad de enseñártelo. No quería faltarte al respeto- dije disculpándome.

-Ya eres una mujercita. No puedes bajar sin vestirte adecuadamente- me recordó.

Con las prisas había salido de mi dormitorio descalza y con un pijama compuesto por unos shorts y una camiseta de tirantes de seda y encaje.

La verdad es qué por mí estatura y mí aspecto nadie diría que tengo 17 años. Soy alta, esbelta y tengo bastante pecho. Mi cabello es largo y rubio y mis ojos son de color azul claro. Creo que me parezco a mi familia materna aunque no recuerdo a mí madre, y mi tío mandó destruir hasta la última de sus fotografías.   

Tras dedicarme una pequeña charla sobre los valores y las virtudes de seguir las reglas, mi tío se dirigió a la academia. Había recibido una llamada de la policía. Pretendían acceder al recinto del instituto, pero el personal de seguridad no se lo había permitido. Además, querían tratar con él, personalmente, el tema de la difusión de tan macabra imagen a través de la red.

Cuando el chofer de mi tío llegó al control de la entrada principal de la Academia Perkins, varios coches de policía y el vehículo del forense esperaban junto a la verja.

El comisario Bowman, que vestía traje de chaqueta y lucía una cara larga y desencajada, se acercó a la parte trasera del Mercedes de mi tío. Él accionó el botón que hacía que desciendiese la ventanilla y se quitó el guante de cuero con el que se protegía las manos, que acostumbra a tener siempre frías.

El comisario le tiendió la mano para saludarle.

-Señor Perkins, soy el comisario Bowman. Necesito qué dé permiso a mis chicos para adentrarse en el recinto. Tenemos que retirar el cadáver, recopilar pruebas y tomar varias fotografías del lugar de los hechos. Será rápido. Es domingo para todos- aseguró con desgana.

-Les doy una hora- dictaminó mi tío.

-¿Está de broma?- preguntó indignado el comisario.

-Una hora. Después les quiero fuera de mí propiedad- confirmó.

El comisario Bowman se alejó del lugar maldiciendo todo lo conocido y se subió en uno de los coches patrulla.

Finalmente, mi tío permitió el paso a toda la comitiva de las fuerzas del orden público, no sin antes indicar a su equipo de seguridad que las visitas debían desalojar el recinto en una hora.

La policía se desplazó hasta el lugar dónde se encontraba el cadáver. El forense hizo un primer reconocimiento al cuerpo mientras los agentes de campo peinaban la zona en busca de pruebas.

-Hombre caucásico de unos cincuenta años de edad. Va identificado. Es Gerhard Robbins y trabajaba en este centro cómo profesor de literatura. Conserva su cartera, así que es de suponer que el mobil del crimen no era el robo. Ha muerto aproximadamente hará de 6 a 8 horas- explicó con detalle el forense.

-¿Hará de 6 a 8 horas? ¿Y que narices hacía aquí un profesor en la madrugada del sábado al domingo?- se preguntó el comisario.

-No tengo idea, comisario Bowman. Eso se lo dejo a usted y  a sus muchachos. Yo aquí ya he cumplido- dijo el forense antes de indicar a su ayudante que ya podía trasladar el cadáver a la morgue.

Trascurrida exactamente una hora, un pelotón de agentes pertenecientes a la seguridad privada de mi tío se dirigió al lugar de los hechos para pedir "amablemente" a los agentes de policía que despejasen la zona.

Al día siguiente, el comisario Bowman trató de ponerse en contacto con mi tío, pero tan sólo recibió excusas de sus empleados. Le fue imposible hablar con él.

Después de enviar incontables mails a su secretaria y su asistente, y llamarle por teléfono decenas de veces, decidió hacer guardia para interceptarle en el camino de vuelta a la mansión Perkins. Los agentes uniformados indicaron al conductor del coche de mi tío que se detuviese simulando un control de carretera y, finalmente, consiguió hablar con él.

- Mire, señor Perkins. Yo soy el comisario de policía de Charleston. En otras palabras, ¡Yo soy la ley! Si usted trata de entorpecer una investigación puede acabar teniendo un grave problema con la ley. Tal vez deba presentar cargos contra usted por obstrucción a la justicia, o mejor, por desacato a la autoridad- sugirió en tono amenazador.

La actitud impasible de mi tío sacó de sus casillas al comisario, que se enfurecía por momentos.

-Haga lo que crea conveniente, comisario Bowman- apuntó mi tío con una parsimonia enervante.

-Será hijo de p...- dijo el comisario entre dientes.

-Disculpe, si no tiene ninguna orden contra mí persona o la Academia Perkins procederé a marcharme. Cómo comprenderá soy una persona muy ocupada, tengo una agenda apretadísima- aseguró.

Cuando el coche de mi tío se había alejado lo suficiente, el comisario escupió fuego por la boca repitiendo una y otra vez todos los descalificativos que conocía. Furioso, dió patadas al aire, e incluso golpeó el coche patrulla con el puño.

-¡Esto no va a quedar así!- le aseguró al oficial de guardia mientras conducía camino de la comisaría- ¡Voy a meter a un agente ahí dentro para que examine hasta el último rincón y sacaré a la luz pública hasta la mierda que esconden bajo las alfombras!

SEDUCIENDO A MI PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora