Incios

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Seúl, Corea del Sur. 1748.

Julio, mitad del verano y a pesar de eso, la fría lluvia caía a cantaros detrás de la ventana.

NamJoon, se dedicaba a girar con delicadeza el contenido de su copa, un vino bastante amargo y concentrado que no le apetecía, pero debía mantener una falsa imagen "humana", si no quería levantar sospecha alguna.

-Bien, Nam, entonces tenemos un trato- Dijo con voz madura el hombre frente a él, de negros cabellos, ojos tan oscuros como la noche y blanca piel, a simple vista podría pasar como uno de ellos, pero su corazón delataba la vida en él.

-Así es, JungWon- Estrecharon sus manos, una fría y otra cálida, una dura y otra frágil, para nada en similitudes.

No eran amigos cercanos y apreciables, pero negocios eran negocios.

Un mozo llego a la sala en la que se encontraban, era bajo, delgado y la ropa que utilizaba daba entender que el señor al que servían, no los consideraba más que animales de satisfacción.

-Lamento interrumpir, pero la carreta del señor Kim ya está afuera.

-Retírate- La voz de JungWon, hasta cierto punto se podría considerar agradable, pero cuando se dirigía de esa manera a su servidumbre, solo le causaba nauseas a Nam.

-Debo irme, saluda a MinHa-Dijo mientras se colocaba su abrigo.

-Por supuesto. Nos vemos después.

Ambos caminaron hacia la puerta, la lluvia comenzaba a salpicar sus zapatos y JungWon hizo un gesto de desagrado al sentir la fría agua mojar su rostro, así que prefirió quedarse en el picaporte y evitar enfermarse. Sin embargo a Nam no le importo, acomodo una vez más su saco y cuando levanto la mirada se quedó impresionado.

Hacía rato, mientras decidía junto al pelinegro lo que harían con respecto a su trabajo colaborativo, vio por la ventana, a lo lejos, una figura caminar en su dirección, se detenía más de lo que avanzaba, pero creyó que era debido a lo que cargaba, no le tomo importancia.

Y se arrepentía. Sus ojos nunca lo habían engañado, inclusive en los peores casos y este era uno de ellos. Aquella figura que le había parecido difusa debido a la lluvia, resulto ser una mujer. No, ni siquiera era una mujer, en ella aún no habían florecido ni siquiera los dieciocho años. Solo era una niña.

Cargaba sobre sus hombros, colgados de un grueso palo, dos grandes cubos de madera con agua, que debido a la lluvia, se seguían llenando, haciendo su labor más horrenda. Escurría de la cabeza a los pies, sus labios estaban un poco morados debido al frio, además de que tenía un golpe en ellos, una sombra morada atravesaba una de sus mejillas, su rostro estaba pálido a pesar de que su piel era blanca, parecía estar enferma, sus nudillos estaban rojos del esfuerzo, respiraba agitadamente por la boca, y hacía gestos de dolor cada que movía su cuerpo para caminar.

Tuvo que recargarse sobre la parte trasera de la carreta, se veía a leguas que ya no podía más y le asombraba la fuerza de voluntad que tenía la chica para seguir a pesar de su estado. De un momento a otro, vio como los ojos de la chica se cerraban, sus brazos perdían fuerza y lo que sostenía caía al suelo junto a su pequeño cuerpo.

No dudo ni un segundo, y aprovechando de su velocidad sobrenatural, logro atraparla antes de que chocara contra la tierra que se había convertido en lodo debido a la lluvia.

Bien sabía que debido a su súper fuerza, cargar objetos pesados, no suponía ningún esfuerzo, pero aun así podía sentir ese peso, y aquella chica no pesaba nada, aun con el agua que tenía impregnada, era como cargar a un niño pequeño, podía sentir sus huesos a través del vestido celeste que llevaba, sucio y desgastado.

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