III. Amor y sospechas

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Plaza Sahara. Martes, 28 de septiembre, 8:45 h.

El conejo, Sergio McLean, se alejó con paso resuelto, sin voltear atrás, aunque Nick podía captar perfectamente la arrogancia que emanaba de ese diminuto cuerpo. Una puntada de dolor demasiado fuerte para contener el gemido de dolor que dio, le azuzó el costado izquierdo, nublándole un poco la vista y haciendo que las piernas le tambalearan. Ya no sentía un pequeño calor en esa zona, sino todo un volcán. Intentó dar un paso, mas su cuerpo se desplomó, cayendo, para su mala suerte, sobre el costado herido.

Luchaba por respirar, le dolía el cuerpo como el demonio, y que Judy estuviera con las lágrimas a punto de salir, gritando su nombre no le servía de consuelo. No quería hacerla llorar. Quería verla feliz, alegre como sólo ella lo era. Algo curioso de lo que se percató fue que la nariz de ella se movía como si tuviera vida propia.

Aún por sobre la histeria, Judy logró tomar la radio como si su vida dependiera de ello.

—¡Garraza, ¿qué pasó con la ambulancia?! ¡Nick está grave, la necesito ahora!

—Zana... horias... necesito decirte... algo...

Ella acercó su rostro al suyo, y contuvo su respiración. Estaba temblando, se le notaba, pero logró hacer silencio para oír qué le iba a decir.

—Dime.

—Tú... —dijo Nick.

—Yo, ¿qué?

—Tu nariz parece que va a salir volando —rió con debilidad.

—¡Este no es momento de bromas! —chilló ella, histérica y temerosa.

Logró reír a sus anchas, aunque eso le costó un intenso dolor en el cuerpo que parecía extendérsele como tentáculos que lo fueran a dejar inconsciente. Cuando no sintió su lado izquierdo perdió la sonrisa vivaracha que tenía por la broma y se preocupó de verdad, no era normal aquello. La cabeza empezó a darle vueltas y cuando intentó llamar a Judy, sus labios no se movieron y la imagen de ella se volvió difusa.

Pocos segundos después cayó inconsciente.



Downtown, Hospital Central. Viernes, 1 de octubre, 14:15 h.

Poco a poco Nick despertaba, sentía la boca con sabor a cobre y le dolía respirar. Se sentía aturdido, adolorido, golpeado, como si lo hubieran usado para saco de boxeo, y fue entonces cuando recordó lo sucedido hacía poco: había recibido un mamporro de un oso que tenía complejo y fuerza de elefante. Isnpiró profundo antes de abrir los ojos, rogando a todos los dioses existentes no estar en aquel horrible sitio. Podía soportar lo que sea, pero detestaba ese lugar en específico. Al abrirlos, su peor miedo se comprobó: estaba en un hospital. Paredes blancas y camas rígidas como féretros. Hacía un frío infernal y tenía puesta una horrorosa bata azul.

Las luces blancas de quirófano brillaban sobre él, molestándolo. Su camilla estaba fría cual hielo. Lo asaltaron unas enormes ganas de salir despavorido de allí, así sea en bata, al mejor estilo naturalista. Sin embargo, al erguirse y sujetarse de las barras laterales de la camilla, se topó con que Judy estaba durmiendo, acurrucada hecha bolita, a su lado. Se le hizo tierna, e instantáneamente se reprendió por ello: si llegaba a decirlo en voz alta, bien podía ir comprando el ataúd.

Meció un poco a Judy para despertarla; ella movió la nariz un poco ocasionando que sus bigotes se mecieran. «Esta torpe coneja. Si no me matan por culpa de ella, me matará ella por un coma diabético.»

—Zanahorias, hora de levantarse —dijo acariciándole las orejas.

Un suave mmmm fue toda la respuesta que tuvo. Parece que tenía flojera de levantarse.

Siempre estaré para ti (SEPT 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora