capitulo 24 Kerisal

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Nos costaba caminar por el fango, caminábamos juntos a los garballos ya que no podíamos montarlos con esta tempestad, gracias a los pañuelos que nos cubrían podíamos ver más allá de la incesante lluvia, caminábamos hacia los arboles que habían a un kilometro más o menos, -¡Tenemos que darnos prisa!- gritó la voz de Leyxa por encima del estruendo de los truenos que azoraban el valle, gracias a los pocos árboles que teníamos al rededor no nos golpeaban a nosotras, pero mejor no tentar a la suerte. Los gemidos y chillidos de los dragones en sus respectivas jaulas no parecían cesar y Dara se mantenía con la cabeza agachada y los brazos por delante de la cara. Aligeramos el paso hasta pasar la tierra mojada y subimos a lomos de los grandes animales, cabalgamos por la llanura y parecía que la lluvia empezaba a parar, el sol salía detrás de las densas nubes negras iluminando un paramo frio, riachuelos de agua de lluvia serpenteaban a nuestro alrededor, sentía las pesadas botas llenas de barro. El bosque al que nos acercábamos era muy lúgubre, no entraba la luz del sol y parecía ser media noche. Una niebla muy espera cubría el suelo pantanoso.

-Nazali- añadió Dara dando unos pasos hacia la penumbra. Se escuchaba el revoloteo de las alas de los pájaros y de vez en cuando unos aullidos que aterrorizaban nuestros oídos. Leyxa se sacudió al escuchar unos alaridos cercanos, nos agazapamos cerca de un matojo de arboles junto al rio, este parecía adentrarse con pequeños riachuelos que formaban el pantano. Unos hombres vestidos de harapos y pieles se cantoneaban de sus hallazgos, más bien de sus robos. -No hubiéramos tardado tanto si no te hubieses beneficiado a la rubia, siempre has sentido esa debilidad ¿verdad?- dijo uno de ellos, el más gordo y baboso de los tres, dirigiéndose hacia uno más alto y delgado. -Demos un rodeo- dijo Dara con gesto repulsivo, la seguí dejando atrás a Leyxa quien se levantó enfurecida.

-¿Qué haces?- susurré al ver la estupidez que pretendía hacer. -No podemos dejarlo así- me respondió frunciendo el ceño de manera graciosa, -Leyxa, no podemos involucrarnos- añadió Dara.

-Las gentes de Nazali no nos ayudará si no ven que luchamos por ellos como queremos que luchen por nosotros- su respuesta era demasiado convincente, quizás mostrando un ingenuo gesto como este podamos conseguir algo. Asentí levantando la cabeza con orgullo, salí de los matorrales dejándonos ver. -¡Eh!- grité alertando a los cuatro hombres. Inmediatamente desenfundaron lo que parecían espadas, uno de ellos me apuntó con una ballesta desgastada.

-¿os creéis muy hombres?- me dirigí hacia el más apuesto, quien me miraba con gesto obsceno. -Si nos devolvéis lo que habéis robado, no os haremos daño- exigió Leyxa con la voz tan tenue que nos desacreditó, comenzaron a reírse de ella y me acerqué tan deprisa que el de la ballesta ni me vio venir. Leyxa hizo emerger su Heracles blanco asustando al hombre seboso, pero a mí ni me hacía falta esa demostración. El hombre me agarró torciéndome la muñeca por la espalda, amenazó con su espada en mi cuello y pude sentir como olisqueaba mi pelo. -Quizás me divierta también con esta rubia- rumió el muy asqueroso, dejé que sus endiabladas manos bajaran por mi cintura hasta que bajó la guardia y apreté el pequeño bulto entre sus piernas y me soltó en el acto, -¡Keri!- gruñó Leyxa quien estaba de acuerdo con golpearles pero no con que jugara con su descendencia. El hombre enrojecido gruñía y gemía dolorido cuando me giré para verle la cara. Me acerqué hasta su oreja ya que estaña doblado hacia adelante del dolor.

-Como vuelvas a tocarme, te dejaré sin nada que tapar- susurré. Aprovechando la distracción, Dara golpeó con el puño de sus dagas a los dos hombres mientras Leyxa lanzaba ráfagas de humo blanco desarmando al hombre de la ballesta, -Veo que estáis ocupadas- escuché la voz de Jocu, me giré haciendo que el hombre a quien seguía manteniendo preso me siguiera con un gemido aun más ronco. ¿Qué hacia aquí? -Deja todo lo que llevéis encima y marchaos- gruñí de nuevo a mi presa, me asintió repetidas veces, suplicando que le soltara. Dejé que el calor de mi Heracles le quemase hasta que me ofreció un grito ahogado y lo solté, este cayó al suelo apretándose la entrepierna.

Hijas de los DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora