Se me estaban acabando los días con Theo, las horas que compartiría con él sin ningún rechazo. Al penúltimo día de nuestra estancia en el puerto decidimos quedarnos él y yo solos todo el día en la cabaña que nos habían donado sus amigos y sus hermanos. En la mañana él me cocinó unos panqueques con moras y unos huevos acompañados con un delicioso jugo de fresa con naranja. Cuando estaba metiéndome el último pedazo de panqueque a la boca noté que me miraba de una manera diferente.
– ¿Por qué me miras así? – lo aseché con la mirada.
– Te miro de la manera en que miraría a una obra de arte – murmuró. – Parece que te gustaron los panqueques – movió su cabeza dirigiéndose a mi plato vacío y sonrió abiertamente mientras se llevaba la taza de café a la boca.
– ¿Una obra de arte? – dudé. – Una obra de arte se mira con fascinación...
– Exactamente, mi adorada señorita Masen. La miro con fascinación y amor. No hay otra manera en la cual pueda mirarla – su voz sonaba melancólica, pero no presté atención a esos factores y solo sonreí delicadamente.
– Ayer tu madre me dijo que eras un excelente cantante. ¿Por qué no lo había dicho antes señor James? – ladeé la cabeza y me incliné sobre la mesa disminuyendo el espacio entre nosotros.
Estiré mi brazo para coger el plato vacío que se encontraba frente a él y llevarlo al lavatrastos.
– Me confundió con Lizzy.
– No lo creo – lo desafié.
– Seguro que quiso decir Lizzy. Yo nunca cantaría – sus labios hicieron un ruido tan gracioso que no pude aguantarme la risita que se avecinaba.
Apreté los labios en una mueca para después seguir escuchándolo.
– Tiene una memoria pésima, ______, créeme – me rodeó por la cintura y recargó su cabeza en la curva de mi cuello mientras me estiraba para alcanzar el detergente. – Seguro me confundió.
Theo se estiró detrás de mí y alcanzó el detergente sin dificultad. Lo puso frente a mi rostro para que lo tomara y lo roseara en el lavatrastos.
– Una madre jamás miente, Theo.
– Ella sí lo hace – acusó a Cathie. – ¿No me crees?
Hice un movimiento con mi mano para expresarle mi sarcasmo.
– No puedo creer que te haya dicho eso – masculló.
– ¿Qué tiene de malo que cantes?
– Nada, es solo que... quedó en el pasado. Es todo – bufó.
Me volví hacía él para mirarlo y encontrarlo satisfactoriamente tenso.
Lo miré esperando a que cediera. Con mis ojos lo invité a que cantara, pero tardó mucho para aceptar mi invitación y hacerlo. Al final lo hizo y su voz era hermosa, era como oír a un ángel cantar una canción de cuna y era tan reconfortante escucharlo que no quería que se detuviera jamás.
– ¿Por qué lo dejaste? – le pregunté cuando dejó de cantar.
– Es una historia muy larga – mencionó sin ganas.
– Tenemos más de 12 horas. Creo que el tiempo no es problema – le guiñé un ojo.
Echó la cabeza para atrás y soltó una risotada.
– Desde chiquillo había mostrado diferentes habilidades, pero una que se marcó desde siempre era eso; cantar y bailar. Lo tomé como algo que quería hacer profesionalmente al principio. Para un niño de 6 años parece ser una gran idea conquistar el mundo con tu música, pero mi papá abandonó a mi mamá y solo quedamos ella y yo. Me enojó mucho porque todo eso de cantar y bailar lo hacía porque quería hacerlo sentir orgulloso, pero al final no sirvió de nada. Total, seguí con mi afición hasta los quince, pero luego me gustaron el alcohol, las mujeres y los negocios, entonces me dediqué a las empresas, que me daba las tres cosas. Pero luego quise volver a ser cantante pero era muy difícil y preferí quedarme en donde estaba...