Capítulo 15.

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Salimos al exterior, al callejón por el que habíamos entrado. Estaba asustada. Ezra podría haber destrozado mi casa, pero, ¿secuestrar a mi mejor amiga? Joder. Eso ya era pasarse.  Cogí mi teléfono móvil y tecleé el número de mi padre para ver cómo se encontraba. Sonó un beep. Otro. Otro más. Y saltó el buzón de voz.

—Papá, soy Kate. Llámame cuando puedas, por favor. Necesito saber cómo estás. Necesito saber cómo estáis los dos.

De repente, un montón de pensamientos invadieron mi mente. ¿Y si no me cogía el teléfono porque no podía? ¿Y si Ezra había utilizado a Alice como señuelo, para que nos preocupáramos por ella y así poder ir a por mis padres? Con estos pensamientos en la cabeza empecé a notar como me faltaba el aire. Estaba teniendo un ataque de ansiedad. Alice me miró preocupada.

—¿Kate? ¿Kate, estás bien? 

Asentí con la cabeza y me deslicé hasta el suelo mientras intentaba de controlar mi respiración. Cuando era pequeña, esto me sucedía amenudo cuando me enfadaba o me negaban algo que quería, así que con el tiempo ideé un truco para poder volver a respirar con normalidad. Consistía en enumerar las cosas que veía hasta que dejara de pensar en lo que me pasaba. 

1. La pared del otro extremo del callejón.

2. Alice mirándome como si me estuviera muriendo.

3. Daniel agachado colocándome la mano en el hombro como si pudiera ayudarme.

4. Mis zapatillas desgastadas.

5. El suelo.

6. Lo mal que iba a acabar como las cosas siguieran así.

Cuando noté que mi respiración volvía a su ritmo normal, me levanté para que mis amigos no se preocuparan por algo como aquello, que en aquel momento, carecía de importancia. Nos quedamos allí, los tres de pie, estudiando los rostros unos a otros intentando encontrar algo que decir. Daniel fue el primero en hablar.

—¿Qué hacemos ahora?

—Eso me gustaría saber a mí — dije —. ¿Qué os parece si empezamos por ir a cenar? Me muero de hambre.

Los tres parecíamos estar de acuerdo, así que salimos del callejón. Esta vez no estaba el coche de Víctor para llevarnos a ningún lado, así que tuvimos que caminar. Las calles estaban llenas de gente que iba de aquí para allá: hombres que salían del trabajo y volvían a casa, familias que iban de cena familiar, grupos de amigos que salían a tomar algo... Quién sabe. Era curioso como, aunque tu mundo se estuviera cayendo a pedazos, la vida de los demás seguía su curso. En parte me enfadé, porque ellos tenían una maldita vida normal en la que les pasaban cosas normales. No secuestraban a sus amigos. Suspiré. 

Andamos durante casi una hora hasta que encontramos un pequeño pero acogedor restaurante italiano. Había varias mesas libres, así que nos decidimos por él. Al entrar, la puerta movió una campanita, y un hombre se asomó por detrás de la barra. No nos preguntó qué queríamos, sino que nos señaló una de las mesas que daban a la ventana. Nos sentamos y me di unos minutos para explorar con la mirada lo que había a mi alrededor. Las mesas adornadas con pequeños mantelitos a cuadros, pintadas de un tono verde, a conjunto con las sillas; las paredes blancas pero llenas de fotos sobre Italia y sobre mil maneras de elaborar pasta; y el suelo casi tan brillante que podías reflejarte en él. Observé que al dueño debían de gustarle mucho las flores, ya que en cada mesa había un jarrón lleno de peonías. El aire tenía un olor delicioso, así que, sin más dilación, llamamos al camarero que estaba detrás de la barra y pedimos tres pizzas y tres Coca-Cola's.

—Bueno — dijo Alice —. Debéis de admitir que estoy llevando con mucha elegancia esto de haber sido secuestrada.

—Si yo hubiera sido rescatada por estos dos apuestos jóvenes, — dijo señalándome — también lo llevaría con elegancia. 

Reímos los tres a la vez. Por un momento parecía que todas nuestras preocupaciones se habían esfumado, que nadie había secuestrado a nadie. Por un momento. Entonces Daniel paró de reír de repente. Frunció el ceño, y miró por la ventana con cara de malos humos.

—Mirad — dijo señalando a donde estaba mirando.

Alice y yo miramos a donde apuntaba su dedo, pero a primera vista no distinguía nada que llamase mi atención. Solo había un montón de tráfico que no se me movía. Un atasco. Entonces vi algo que no cuadraba: el coche de Daniel. Correción: el coche de Daniel con Ezra dentró. Me asusté tanto cuando lo vi que me agaché debajo de la mesa. Alice me puso una mano en el hombro.

—Desde aquí no puede vernos.

Me atreví a volver a asomarme. Esta vez, me di cuenta de algo más. En el asiento del copiloto estaba Victor. Digo, V. Parecía que estaba bastante relajado, con un brazo por fuera de la ventana y un cigarrillo en la mano. Ezra parecía algo enfadado, como si no hubiera conseguido lo que quería. Entonces Daniel se levantó de un salto del asiento y puso un billete de 50 encima de la mesa.

—Nos vamos — dijo.

Ni Alice ni yo opusimos resistencia, ya que teníamos tanta curiosidad como él. Salimos a la puerta del restaurante. Pero algo había cambiado. El coche de Daniel ya no estaba allí. Ni Ezra. Ni Victor. ¿Me estaba volviendo loca? Seguramente. Pero no creo que aquella visión fuera un efecto de mi locura.

—¿Y ahora qué? — dije.

—Volvamos al Blackbird — dijo Daniel —. Seguramente...

—No — dijo Alice —. Estoy cansada. Se acabó por hoy. Quiero irme a mi maldita casa a dormir más de dos horas seguidas.

Daniel se quedó asombrado por la determinación de Alice, pero no dijo nada. Se limitó a sonreír y asentir. Nos encaminamos los tres hasta nuestras casas hasta que llegó el momento en el que ellos tenían que coger una calle y yo otra. Nos despedimos con un abrazo grupal.

—Intentad no mataros — dije cuando ya les daba la espalda.

Seguía habiendo mucha gente por la calle. Calculé que aún tardaría diez minutos en llegar a mi casa, cinco si iba corriendo. Era mucho tiempo en el que podían pasar muchas cosas. Tenía miedo, lo admito. Justo cuando iba a echar a correr comenzó a sonar mi móvil. Descolgué y la voz de mi padre me sorprendió al otro lado de la línea.

—¿Alice? ¿Estás bien? Es que...

—Papá, sí, sí, estoy bien. ¿Qué ocurre?

—Es que... Joder. Mira. No sé cómo pero...

—Papá — me temía lo peor —. ¿Qué está pasando?

—Es tu madre — tragué saliva —. Se ha despertado.

Unas horas antes, en el hospital de la ciudad.

Ezra y Victor aparcaron el coche en la entrada del hospital. Era de noche, pero aún se veía actividad en el lugar. Victor fue el primero en bajar, cerrando la puerta de un portazo. Dio una calada al cigarrillo que sostenía entre los dedos.

—Déjame aquí — dijo.

—Vale — Ezra asintió —. ¿Estarás bien?

—Siempre estoy bien — dijo sonriendo.

Entonces entró en el coché un momento, con las rodillas apoyadas en el asiento, y miró a Ezra a los ojos. Sus caras estaban separadas por apenas un centímetro. Victor acercó un poco más la cara y le besó. Se fundieron en un beso corto aunque apasionado durante unos segundos . Después Victor salió del coche y Ezra arrancó. V entró en el edificio. Nadie parecía advertir su presencia, pasaba entre las personas como un fantasma. Se dirigió a una habitación en la que una mujer con muchos tubos descansaba en la cama y un hombre dormía en el sillón de al lado. Se sacó una inyección con un líquido morado en su interior. Se acercó a la cama y la puso sobre el pecho de la mujer.

Entonces la clavó.

Justo en el corazón.

Sombras.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora