Capítulo 22.

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Al parecer, aquel hombre decidió que no era digno de su confianza, pues en cuanto salimos de la enorme sala de baile, me vendó los ojos. Intenté zafarme, pero noté como Ezra volvía a usar su influencia sobre mí, inutilizándome de cintura para arriba. Caminamos en silencio por lo que para mí fue simple oscuridad. Intenté contar los pasos, las veces que me hacían girar, y las veces que Víctor soltaba un taco cada vez que le pisaba (sin querer); pero fue inútil: seguía muerta de miedo. Cuando hubo pasado un buen rato, me percaté de que ni siquiera habíamos salido del edificio, por lo que había dos opciones, que la casa fuera increíblemente grande o que me estuvieran haciendo de dar vueltas para desorientarme y que así fallara si intentase escapar. Probablemente eran las dos.

Llegó un momento en el que oí como se habría una puerta con un chirrido y comenzamos a bajar escaleras. De repente, Víctor, que estaba delante de mí, se paró y le volví a pisar. Esta vez no me disculpé. Víctor se giró hacia mí y me quitó la venda de los ojos. Al principio tuve que parpadear unas cuantas veces para acostumbrarme a mi recuperada visión, pero cuando pude distinguir lo que tenía delante, me quedé sin palabras. Estábamos en una cueva. Literalmente, era una cueva. Era una estancia enorme excavada en la roca, con cientos de velas encajas en los recovecos de las piedras, y todas encendidas. En el centro de la sala, había un atril con un libro enorme, curiosamente de aspecto nuevo, con tapas relucientes de cuero negro y las páginas tan blancas que hacían daño a la vista. Además, había cientos de objetos tapados bajo telas rojas. La verdad, prefería no saber qué había debajo. No creía que en un sitio así se escondiera nada bueno. Vi como Víctor cerraba una verja plateada que daban a las escaleras por las que habíamos bajado.

Ya podía moverme libremente, pero en realidad, no servía de mucho allí. Ezra y aquel tío empezaron a andar hacia el atril. Antes de que alguno de los dos hubiese abierto el libro, Ezra le susurró algo al oído al otro. Víctor frunció el ceño, y yo no pude evitar que una sonrisita nerviosa me asomase por los labios.

—¿Quién es él? — pregunté bajito, para que no me oyeran.

—Nathaniel — contestó Víctor despectivamente —. Podría decirse que es alguien importante en nuestro mundo. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada — solté una sonrisita.

Víctor me estudió con la mirada, como si para él fuese una especie de acertijo, y por un momento, solo por un momento; creí ver algo de pena en su expresión. Pero rápidamente relajó el rostro y empezó a hablar.

—Pareces muy tranquila — dijo —. Dado que vas a morir en breves.

La realidad me golpeó en la cara con sorpresa. Sabía que iba a pasar antes o después, pero esperaba que fuera más después que antes. Intenté parecer fuerte. Al menos moriría con mi dignidad intacta.

—No estoy tranquila — confesé —. Pero dado que no tengo ninguna oportunidad de escapar... Porque no la tengo, ¿verdad? — intenté sonar desesperada. Quizás realmente en algún momento le caí bien a Víctor y le diera la suficiente pena como para dejarme ir.

Pero no.

—No, no la tienes — y soltó tal carcajada que atrajo la mirada enfadada de Ezra —. Y no intentes jugar conmigo. Tienes todas las de perder.

Suspiré y miré a mi alrededor.

—Al menos podrías decirme qué vamos a hacer aquí, ¿no?

Víctor frunció el entrecejo.

—No creo que a él le guste que hable contigo — dijo tajante, mirando a Ezra. Tenía la expresión de quien tiene una serpiente de masco: ama a su animal, pero es incapaz de dejar de temerlo.

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