Carta 14

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I'm with you, Avril Lavigne.


Querida Edurne,

Caminé sin rumbo y por ello me perdí.

El frío tejió mis ropas, manchadas por diminutos copos y permanecí tan rígida como estos últimos días.

Lo único diferente era el escenario; éste empezaba a oscurecerse. Dentro de mi mente, hecha de trazos blancos y negros, encontré, sorprendentemente, el ansiado gris. Lo acaricié y dejé que se filtrara entre mis pálidos dedos, como si de arena se tratase.

Pronto me di cuenta de que me encontraba en medio de un puente; debajo: el río de tonalidades nocturnas y halos plateados.

Deseé compartir las vistas con alguien, así que, cogí el móvil y pregunté si alguna podía quedar aquella tarde.

Nadie dijo nada en los primeros cinco minutos.

Tomé aire mientras el suelo empezaba a resquebrajarse bajo mis pies; por suerte, comenzaron a llegarme mensajes:

Uno de Abril, otro de Irene, de Laura... Ninguna podía hoy.

La madera del puente se movía de forma vertiginosa.

Entendía que no pudiesen y sabía que lo que estaba maquinando mi mente era veneno de colores egoístas, sabor amargo y aroma paranoico; pero no podía pararlo, no podía crear antídoto alguno.

Respiré hondo e hice los ejercicios que me mandó el psicólogo, mas, era ya demasiado tarde; éste había corrido por mis venas y encogido mi corazón.

¿No podían o no querían?

No podía culparlas, después de todo; yo había hecho lo mismo, me había intentado alejar de ellas, abandonarlas (aunque todo había sido para su bien). Ahora sabía que me había equivocado, me estaba esforzando para enmendar mi error; sin embargo, ellas ya no querían saber nada de mí.

El puente se rompió y caí en un líquido viscoso que se me metió por la nariz, impidiéndome respirar.

¿Qué podía hacer yo? ¿Qué podía hacer cuando mi salvación me daba la espalda?

"Estás exagerándolo todo, simplemente hoy están ocupadas" me repetía.

Pero... ¿y si no?

Estaba sola en medio de un río negro metafórico.

La noche se hizo más fría y empezó a llover. Los brazos del río me soltaron y me encontré nadando a contracorriente, sin poder tenerme en pie.

Las gotas de agua se quedaban atrapadas en mis pestañas y paulatinamente fueron endureciéndose, convirtiéndose en hielo, ejerciendo fuerza sobre mis párpados (de pronto tan pesados).

Dejé de llorar y, entre hipidos, me quedé dormida.

Me despertó una voz; sí, esa voz masculina que sólo yo podía oír.

Me sentía tan agotada, sola y confundida que, en vez de ignorarle, le hablé.

Sé que suena a locura, quizá lo sea.

Se llama Ryan, no sé muy bien quién es, o si tan siquiera es real, pero ese día hizo lo imposible para introducirse en mi alma y robar aquella sustancia tóxica que palpitaba mi corazón. Secretamente, le di las gracias por ello.

Le pedí que me llevase a casa y me transportó, como si del negro e inocente cuervo se tratase, hasta el centro del laberinto, hasta mi punto de partida.

También le conté que era como Dafne, y cómo había llegado a convertirme en un árbol sin hojas. Mientras volvía a quedarme dormida, él me susurró, antes de desaparecer de mi mente, que todos hemos sido árboles de invierno.

Aún vacía y despoblada de hojas, (aunque no del todo desesperanzada por conseguirlas),

Amanda, el árbol gris.

Hola RyanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora