Carta 25

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Home, Aurora Aksnes. 

Querida Edurne,

Llegué a tierra y me sentí tan torpe como el albatros del poema de Baudelaire.

Con solo un pie puesto en aquel callejón sucio que se extendía ante mis ojos, supe que aquello no era lo que yo buscaba; por otra parte, parecía tratarse de aquello a lo que la gente llamaba hogar.

Seguí andando y al final de la calle un muro me cortó el paso.

¿Qué habría al otro lado? ¿Habría una vida mejor para mí?

Coloqué un pie en una de las hendiduras que había entre las desgastadas y negruzcas piedras e intenté escalar.

Cuando ya faltaba poco para que pudiese asomarme, perdí el equilibrio y caí de espaldas a los adoquines de la calle. Una lágrima cayó por mi mejilla: una mezcla de frustración y dolor.

¿Qué se suponía que hacía allí? ¿De verdad estaba en casa? ¿Este dolor en el costado era mi hogar?

Estaba harta de esto, de mi situación; de sentirme atrapada y en peligro, así que corrí hacia el muro; era una locura, pero qué más daba.

Cogí carrerilla y tomé el riesgo. Debía tener esperanza, ¿no?

Sin embargo, la vida no me trató tan amablemente como había pensado. Me rompí la nariz y me hice daño en el pecho y las rodillas. Yo estaba destrozada mientras el muro permanecía impasible y grandioso ante mí; como si nada hubiese pasado, como si hubiese sido todo un sueño de mi mente, alimentada a base de falsa y tenue luz.

Una gota de sangre resbaló de la herida de mi frente y se estrelló contra el suelo del mismo modo en el que lo hacían mis ganas de seguir respirando.

¿Edurne, la vida merece la pena? Me hice la misma pregunta aquella tarde, tras desangrarme interiormente; Ryan habló, encogiéndome el corazón.

"No estamos vivos, sobrevivimos todo el rato. Estamos al borde de ambas partes: la vida y la muerte. Es una contradicción: morimos para vivir".

"Es un juego de locos" aún me oigo decirle. "Preferiría no vivir entonces" mascullé y él me respondió:

"Morirías igual, da lo mismo lo que escojas".

Le pregunté si morir dolía, sintiéndome como una estúpida niña de cinco años. Hizo un ruidillo de asombro. "No soy un fantasma Amanda, deja de pensar que lo soy".

Pasamos un largo rato en silencio; le permití coser aquella tranquilidad en mi corazón. Le dejé entrar en mi mente unos segundos.

Me disculpé por lo que le había dicho aquella vez y él se disculpó por haberme dejado morir sola. Esbocé una débil sonrisa, conteniendo las lágrimas que, por alguna extraña razón, se habían precipitado a mis ojos. Cogí aire, como si ese acto fuese a pararlas. Él rió o eso creí, porque luego le noté algo tristón.

Tuve ganas de abrazarle, de estrujarle entre mis brazos, pero en realidad seguía sola; en mi mente seguía ese muro que me impedía seguir con mi camino. Volvía a estar estancada.

Sin embargo, pese a todo, algo había cambiado.

Algo ha cambiado. No es la sociedad, sonriente y ajena a los problemas. No es aquel lugar oscuro y mugriento; tampoco son mis heridas: es mi forma de ver las cosas; al menos ahora puedo ver el muro, ese que mi ceguera había borrado tiempo atrás.

Y sabes qué, no tiene por qué gustarme este sitio; de hecho, no me gusta. Mas, ahora ya me siento en casa, pues me he dado cuenta de que -aunque influya algo el entorno- tu hogar siempre estará contigo, ¿no?

Tengo posibilidades de continuar con mi viaje, estoy segura. Estoy bien.

¿Qué tal tú?

Te quiere,

Amanda.

Hola RyanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora