CAPÍTULO OCHO
EL COLOR DE LA ADULTEZ
Catalina:
Hace como tres años le pregunté a mamá sobre el porqué de las exageradas precauciones en mi cuidado y educación y me dijo que el día que me desarrollara me lo contaba todo. La sangre que marcaba el final de mi niñez y el inicio de mi adolescencia bajó lentamente por mis piernas tres meses después. Estaba ayudándole a mi mamá a hacer la comida cuando sentí que algo caliente me mojaba. Aunque la estaba esperando desde hacía meses y con ansiedad, no imaginé que se tratara de la menstruación. Hubo un gran escándalo en mi casa porque mis papás no se habían ni me habían preparado para este día. No tenían listas las toallas higiénicas y a duras penas sabía yo cómo ponerme una, gracias a que la mayoría de mis compañeras ya habían vivido la experiencia y me la habían contado. Me sentí sucia, me sentí rara, pero a la vez liberada y feliz con la posibilidad de que mamá dejara de tratarme como a una niña a la que tenía que dispensar exagerados cuidados, y cumpliera su promesa de contarme muchas cosas de nuestra historia, que la gente sabía, pero yo no.
Ilusiones vanas, porque nada cambió. Incluso el panorama oscureció. Me dijo que en adelante deberíamos tener más cuidados porque los hombres se iban a alborotar cuando supieran que yo ya era una mujer y que intentarían conquistarme, de mil maneras, con la única intención de quitarme la virginidad.
—Es un trofeo para ellos, se sienten más hombres siendo el primero en poseer a una niña, pero tranquila mamita que, mientras yo viva, y vida es lo que me queda, nadie la va a tocar antes de que se case.
—¿Y si nunca me caso? —le pregunté porque en ese momento no pensaba depender de un hombre en mi vida. Me respondió con un silencio largo.
Las palabras que me dijo y también las que no me dijo retumbaron en mis oídos como dinamita dentro del agua. Me imaginé monja, me imaginé soltera, me imaginé desdichada. No porque me hiciera falta el sexo. De hecho, hasta ese día no pensaba en eso, ni me mortificaba la idea. A pesar de que varias de mis compañeras ya lo habían hecho, incluso desde los doce años, y lo comentaban a la hora del recreo como quien cuenta una anécdota de un paseo o la ida a comer helado, yo sabía que a mí no me había llegado la hora de acostarme con ningún hombre.
Mamá me enseñó a temerle a las relaciones sexuales, pero un día le dije, mientras observaba a Hernán Darío entregándome en la puerta un pequeño mercado, que no por haber anidado ese miedo en mí, yo iba a dejar de sentir.
Se quedó pensativa, miró fijamente el reloj de la vida que colgaba de sus miedos y me encerró en su cuarto, con decisión, después de pasar la aldaba para que nadie entrara y se destapó, por fin.
—Mi amor, ha llegado la hora de que sepas muchas cosas del pasado.
Entonces me contó con dolorosos detalles la tragedia que habían vivido ella y papá por cuenta de las locuras de Catalina, mi hermana mayor ya fallecida, desde el día en que a ella se le metió en la cabeza que para ser rica y feliz tenía que tener las tetas grandes.
Fueron varias noches de catarsis en medio de relatos temblorosos, húmedos, tristes, a las que se sumó papá con más cautela. Me contaron que Yésica, la mamá de Daniela, una señora muy importante, hoy en día en la ciudad, había inducido a Catalina por el camino del mal hasta hacerla caer en la tentación. Que entre ella y tres amigas más, de nombres Ximena, Vanessa y Paola, habían llevado a mi hermana a la perdición y que por eso era que a ellos nos les gustaba que yo me juntara con sus hijas Valentina, Adriana y Martina, ésta última la hija de Paola con un europeo que la sacó de un prostíbulo a punta de señas, y con el que no pudo convivir mucho tiempo debido a su dificultad para aprender el idioma alemán. Dijeron que Paola regresó al país con su hija, se la dejó a cuidar por unos días a su madre y que no volvió a verlas por casi un lustro. Especulan que estuvo presa por llevar cocaína en el estómago. Lo cierto es que viene de vez en cuando a visitar a su hija que vive bajo los cuidados laxos de una anciana enferma y sin autoridad como su abuela Norma.
Cuenta mamá que por la época en que Catalina la grande cursaba el grado noveno, el mismo año en que los Talibanes derribaron las Torres Gemelas en Nueva York, varias chicas empezaron a llegar al colegio con ropa de marca, relojes estrambóticos, zapatos finos y motos ruidosas. Que de la noche a la mañana fueron mejorando sus viviendas, hasta que lograron angustiar a "mi chiquita" con la que teníamos la casa más desarreglada de todas.
—Y allí, en ese justo momento no estuve yo —me dijo sollozando con un sentimiento de culpa que nunca le había percibido y agregó—: la ilusionaron, le prometieron un paraíso falso, engañoso, de lujos efímeros, a un precio muy alto, y ahí tampoco estuve yo para sacarla del error. Su hermana no tuvo mamá —reconoció ahogada en lágrimas y culminó—: Yo andaba enajenada buscando cómo ganarme la vida para sacar adelante a mis hijos pero, paradójicamente, me olvidé de ellos.
Fue en ese momento cuando me contó que Bayron había sido asesinado por la policía por andar en malos pasos. No lo conocí, pero sentí el dolor que me transmitió la mirada perdida de mamá.
En estos relatos empecé a encontrarle sentido a la raya amarilla. También me pusieron al tanto de las andanzas de mi hermana Catalina en Bogotá buscando el dinero para agrandarse los senos. Me contaron que un médico inescrupuloso, de nombre Mauricio Contento, operó a mi hermana con unas prótesis usadas que, años después, le causaron alergias e infecciones en los senos que la obligaron a desoperarse. Todo por su vana ilusión de encajar en la estética de los narcotraficantes.
—Señores feos, señores de la muerte. Monstruos come sueños —opinó papá con amargura— Catalina vivió con uno de ellos. Un viejo que se llama Marcial Barrera y que ahora está en Estados Unidos pagando una larga condena.
—Debe estar por salir, —añadió mamá— porque dicen que le dieron 20 años y ya van como dieciséis. Es el verdadero papá de Daniela, la hija de Yésica.
Aquí empecé a comprender muchas cosas.
—Dicen que era un hombre muy rico —opinó papá con amargura, pero mamá, intuyendo para dónde iba el comentario, lo calló con una frase.
—No quiero que volvamos a hablar de eso, Albeiro.
—Es que yo le digo a tu mamá que si Catalina vivió con ese señor, algo de la plata que tiene Yésica nos pertenece. La otra mitad es para su hija.
—Albeiro, ni una palabra más sobre esto, por favor. Jamás a esta casa va a entrar un solo peso manchado de sangre. Quiero que eso quede claro de una vez por todas. Además, para tener derecho sobre esa fortuna, Catalina se tendría que haber casado con ese señor y hasta donde yo sé, eso nunca sucedió. Hace un tiempo, cuando la niña estaba pequeña, Yésica vino a la casa con el pretexto de conocerla y me contó que ella sí se había casado con ese tal Marcial. Así que nosotros ahí no tenemos nada que reclamar. He dicho.
La mejor descripción de un narco la hizo mamá una madrugada con los párpados a punto de sucumbir:
—Mamita, no conozco una sola niña que se haya metido con esos señores y sea feliz. Las usan hasta que dejan de ser lindas y jóvenes y después se limpian el culo con ellas.
Supe entonces que su temor a que yo repitiera esa historia tenía fundamentos serios. La última noche de los relatos me hizo jurarle que jamás me dejaría ilusionar con una vida fácil y lo juré. Me hizo jurarle que jamás me fijaría en un narcotraficante y también se lo juré. Me hizo jurarle que nunca me sentiría menos que ninguna mujer si no pasaba por un quirófano y de nuevo se lo juré.
No por tranquilizarla, no por ganar su confianza, no por quitarme de encima la súper protección a la que me tenía sometida. Lo hice porque estoy llena de amor, llena de confianza, llena de autoestima y no pienso ni necesito atentar contra mi propia vida haciendo cosas indebidas. Y lo he cumplido. A medida que fui creciendo me hizo prometerle muchas cosas. La última promesa que me pidió no se la podré cumplir:
—Mi amor, prométame que si la hija de Yésica te provoca no le vas a responder.
—Lo siento mamá, a todo te he dicho que sí, menos a esto. Si Daniela me provoca, me voy a hacer respetar.
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Sin Senos Sí Hay Paraíso
RandomCientos de miles de personas pensaron que la muerte de Catalina en Sin tetas no hay paraíso era el final de aquella tragedia del tamaño de un país, pero con esta novela la historia sigue adelante gracias a un nuevo personaje: Catalina la pequeña. Co...