CAPITULO 15: TODO POR ELLA

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 CAPÍTULO QUINCE

TODO POR ELLA

Hernán Darío:

Yo era un niño. Un niño que solo pensaba en patear un balón, llevar una vida sana por medio del ejercicio, estudiar, trabajar en mi bicicleta para sacar de pobre a mi vieja y casarme con la niña más linda del barrio, Catalina. Una reinita lo más de bonita que sus papás tenían encerrada desde chiquita, como las princesas de los juegos, pero no en la torre de un castillo hermoso sino en la casita más fea del barrio.

Esa era mi vida hasta el día en que Catalina cruzó la raya amarilla y las Diablas clavaron una pica en mi corazón. Pero ya no soy un niño. Mi inocencia se ha quebrado en un millón de pedazos. Ahora soy un malo. De esos que mi mamá detesta, de esos que aprendí a respetar y a temer. Un malo de los que la policía mata antes de los treinta.

—¿Que si yo me lo busqué? ¡No! Yo no me lo busqué. Ni siquiera lo anhelé, ni lo pensé, ni lo quería hacer. Entonces, ¿qué pasó?

Lo voy a responder con una grosería porque filósofo no soy: La vida es una "tetra hija de puta". Y no me digan que no. O, ¿cómo es posible que un día me levanto ilusionado con ver a mi niña y con trabajar en mi bicicleta para ayudarle a mi mamá con los gastos de la casa y termino metido en una cárcel rodeado de gañanes de todas las calañas sin haber hecho un culo, sin haber matado un zancudo, sin haber dicho una grosería ni haberme robado un grano de arroz?

El día de la riña, apenas las patrullas de policía se llevaron a Catalina y a sus papás, intenté perseguirlos, pero Daniela me atravesó su pie y caí de nariz sobre el pavimento. Luego me tomó por el cuello, me golpeó contra la carretera y me juró que me iba a hacer pagar todas mis cagadas. No me defendí por miedo a correr la misma suerte que los Marín y de esa cobardía se aprovechó para ultrajarme hasta que se le acabaron las fuerzas. De un momento a otro, el comandante se inventó que en mis ropas había un arma y también varias dosis de cocaína. Obviamente no era cierto. Odio las armas y las drogas como todo buen pendejo. Porque así es este país. Entre más mala es la gente, mejor le va.

Pues me subieron a otra patrulla con rumbo a la correccional de menores. Por poquito me salvé de ir a la de mayores pues cumplía los dieciocho en seis meses. Solo recuerdo que los ladrones del barrio entraban a la casa de Catalina y sacaban cada cosa hasta dejarla desocupada.

A mi lugar de reclusión llegué con un brazo partido y la cara rota. Por órdenes de Yésica y su belleza de hija, no recibí primeros auxilios ni recibí atención hospitalaria.

Un guardián caritativo tuvo que ir a buscar un sobandero para que me encajara los huesos del brazo. El anciano lo hizo sin anestesia, sin dudarlo y con una fuerza descomunal para su edad. Fue el dolor físico más terrible que experimenté en mis dieciocho años de vida. Dolió tanto que me desmayé.

Cuando desperté, estaba de regreso a la celda donde mis compañeros se encargarían de hacerme la vida más desagradable los siguientes días. No voy a relatar por las que pasé. No viene al caso. Solo diré que fueron mis peores días. De un lado, pensando qué sería de mi Catalina del alma; del otro, recibiendo las visitas angustiantes de mamá; y, de otro más, recibiendo chantajes de las Diablas para que me fuera a trabajar con ellas.

—Si aceptas conducir la camioneta de la niña, retiro las denuncias, Hernán —me dijo durante una visita doña Yésica, seguramente azuzada por Daniela.

—Con ustedes no trabajaría ni loco —les dije, y las dejé sentadas en la celda de visitas mientras llamaba a los guardias para que me sacaran de la presencia de ese par de seres malignos.

Sin Senos Sí Hay ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora