CAPÍTULOTREINTA Y UNO
LA DAMA DE LA OSCURIDAD
Albeiro:
Llegamos a la dirección que nos indicó la persona que respondió al teléfono. Es un edificio lujoso, de los más lujosos de la ciudad. En la primera planta hay carros importados. Hay escoltas. Hay policías. Eso nos da algo de seguridad, pues no creemos que alguien se atreva a hacernos algo si está del lado de la ley. El periodista nos dice que nos puede esperar en algún lugar cercano, porque si entra con nosotros y nos pasa algo, quién denuncia. Hilda se llena de miedo ante tan crudo comentario. Alberto sonríe y nos dice que no lo dijo en chanza. Y al final tiene razón. No sabemos lo que nos espera allá adentro.
—Si le da miedo, yo voy, mi amor —le digo para que no sufra, pero Hilda es de las que no me deja solo por nada.
—Entremos. A la buena de Dios.
Y entramos. Como no sabemos a quién vamos a visitar, preguntamos. Marcamos al número que está escrito en la carta y de nuevo nos contesta la voz extraña. Nos dice que digamos que vamos al Pent House 1201.
Seguimos muy extrañados. Ya sabemos que la persona que está detrás de los anónimos no es pobre.
En portería damos el dato del lugar hacia donde vamos y uno de los guardias se comunica por citófono con la persona que habita el último piso.
—Que sigan —nos dice el celador, pero nos pide un documento. Hilda y yo nos miramos pensando en que no es buena idea dejar rastros de esta visita, y le mandamos a decir al señor que si esa es la condición, nos vamos. De nuevo el celador se comunica y obtiene permiso para dejarnos pasar sin dejar el documento. Uno de los hombres de seguridad nos acompaña hasta el ascensor y nos autoriza el viaje con algo de desconfianza. Dentro del ascensor, Hilda me aprieta las manos con las suyas que están frías.
—¿Quieres esperarme afuera, mi amor? —Le pregunto de nuevo, pero me responde que conmigo hasta el fin del mundo. Recibimos una llamada del periodista y le decimos que todo está bien... Hasta ahora.
Llegamos al piso 12 y el ascensor abre directamente en una sala muy, pero muy lujosa. A primera vista, predominan el mármol blanco y una vista imponente sobre la ciudad. Al segundo aparece un hombre de color, bien vestido y de mirada fija. Más alto que educado.
—Pasen, por favor. ¿Vienen armados?
—No —le respondo, pero no me cree. Se nota desconfiado. Entonces me pide una requisa y se la permito.
—A mi esposa no la puede esculcar —le advierto, y el hombre se muestra de acuerdo. Luego nos manda a sentar y nos pregunta si queremos algo de tomar. Ni Hilda ni yo aceptamos. Lo único que queremos es hablar con la persona que nos citó.
—¿Es usted la persona que nos quiere ver? —Pregunta Hilda, y como veo que el hombre se extraña le complemento la pregunta:
—Es decir, ¿es usted con el que hemos hablado por teléfono?
—Ah, no —nos responde sonriente, y aclara—: El señor ya sale.
A los dos minutos aparece el tal señor. Es un hombre bajito, cuajado, como de unos 70 o 75 años, de caminar lento, pero firme. Se nota amable. Apenas nos ve, nos saluda de mano con algo de familiaridad:
—Mi señora —le dice a Hilda con respeto, y a mí me saluda con un:
—Hola, joven.
Luego nos hace seguir a otro lugar de la casa. Es un estudio donde también hay muebles cómodos. Yo diría, otra sala.
—¿Quieren tomar algo? ¿Un whiskisito, un café?
—No, muchas gracias. Vinimos a cumplirle la cita y a que nos aclare de lo que se trata todo esto. ¿Por qué nos manda el acta de matrimonio de mi hija con el señor Marcial Barrera? —Le aclara Hilda con valentía.
—Es muy sencillo, mi señora. Yo soy Marcial Barrera, el exesposo de su hija Catalina y he regresado a reclamar lo mío.
Del cielo caen tambores. Todos resuenan en nuestros oídos. Lo que acabamos de escuchar es de locos. Estamos hablando con el esposo de Catalina en persona. Un mito viviente en nuestra memoria. Hilda no sale del shock que le produce la revelación, pero se atraganta con las preguntas.
—¿No era que usted estaba preso en Estados Unidos?
—¿Qué quiere de nosotros?
—Vamos por partes, mi señora, —le dice con voz pausada y se acomoda como para charlar largamente— en primer lugar, yo sí fui el esposo de su hija. Fue una niña a la que quise muchísimo. Otro día les cuento los detalles de la separación, porque eso hoy no viene al caso. En segundo lugar, yo sí estaba preso en Estados Unidos. Estaba condenado a veinte años, pero me han dejado salir faltando cuatro años para cumplir mi condena, por un arreglo que hice con la DEA. Y tercero. ¿Que qué quiero de ustedes? Sencillo. Que reclamen lo que les pertenece. La mitad de la fortuna que maneja hoy la Diabla es de ustedes. ¿Así o más claro?
Hilda y yo pasamos saliva. Nuestras manos sudan, nuestras bocas se secan. Estamos ante un acontecimiento que puede cambiar nuestras vidas. Sin embargo, Hilda impone sus puntos de vista.
—Mire, don Marcial, y mucho gusto conocerlo.
—El gusto es mío, mi señora. Su hija hablaba mucho de usted. La adoraba.
—Qué bueno saberlo, muchas gracias, pero le voy a decir lo que pienso. En primer lugar, nosotros no estamos interesados en reclamar nada.
—Hilda, espere —le digo tratando de interrumpirla antes de que la termine de embarrar, pero su voz fuerte y su voluntad se imponen:
—Déjeme terminar, amor, y si quiere después habla usted, —ante mi silencio, continúa— como le decía, don Marcial, nosotros no estamos interesados en salir de pobres con un dinero que, con todo respeto y usted lo sabe, está manchado de sangre y no nos digamos mentiras porque es así. Y en segundo lugar, no nos vamos a exponer a que la Diabla esa nos desaparezca. Porque usted la conoce, es la mujer más peligrosa que ha dado este mundo. Yo también le puedo contar todo lo que nos ha hecho, un día de estos. Pero si se trata de vengar lo que esa mujer nos ha hecho a mi familia y a mí. Si se trata de hacerle pagar el habernos destruido y humillado. Si es para eso que nos necesita. Puede contar conmigo. Puede contar con mi vida y con mi sangre.
Puede disponer de mis días y mis noches porque, así usted no hubiera aparecido, yo ya estaba en conversaciones con Dios. Le dije que me iba a apartar de sus enseñanzas por un tiempo para irme a esta guerra por la dignidad. Quiero encontrar a mi hija y nada ni nadie me puede detener. Quiero que Yésica y su hijita paguen, con intereses, sus fechorías. Así que le reitero, cuenta conmigo.
—Y conmigo, —me apresuro a decir, abrazando a mi esposa.
—Muchas gracias. Noto mucha dignidad en sus palabras y sé que haremos un gran equipo. Nuestra venganza debe operar como una empresa. En cuanto a no reclamar mi herencia, entiendo sus razones, doña Hilda, pero tal vez no ha entendido. Cuando le dije que vengo por lo mío, es porque me estoy preparando para una guerra. Una guerra muy dura y violenta. Una guerra a muerte, y eso cuesta dinero.
Sé a qué me enfrento. Sé el cuervo que crié cuando creí en el montaje que le hizo a su hija al llevarla donde El Titi para después contarme a mí y hacerme separar. Sé de lo que es capaz esa alimaña, que me entregó a la DEA después de que yo le di mi amor, mi confianza y una hija. Después que la preferí a ella, amando a Catalina. Pero para que estén tranquilos, yo también quiero que sepan algo: fui su maestro. Yésica es mi creación. Sé como destruirla. Sé cómo enterrar a esa Diabla hijueputa. Aunque me toque regresar a la cárcel por mil años más, en una celda de dos metros, sin ver el sol por días enteros, sé que el mundo no me va a perdonar hasta que la devuelva al lugar de donde jamás debió salir: la oscuridad.
FIN.
Continuará.
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Sin Senos Sí Hay Paraíso
De TodoCientos de miles de personas pensaron que la muerte de Catalina en Sin tetas no hay paraíso era el final de aquella tragedia del tamaño de un país, pero con esta novela la historia sigue adelante gracias a un nuevo personaje: Catalina la pequeña. Co...