CAPÍTULO 4: LA CASA NEGRA, LAS TETAS CHIQUITAS

5.7K 94 12
                                    


CAPÍTULOCUATRO

LA CASA NEGRA, LAS TETAS CHIQUITAS

Catalina:

Obreros de la Alcaldía municipal están pintando mi casa de negro. Dicen que nos correspondió ese color en un sorteo que hicieron para embellecer las casas del barrio. Lo raro es que a la casa de doña Imelda la pintaron de blanco, la de Paola de azul claro y las de Valentina y Adriana de gris. La única negra es la nuestra. Somos blanco de las burlas y los comentarios de todo el vecindario. Ni los evangelizadores han vuelto a golpear. Mamá y papá han puesto el grito en el cielo, pero el secretario de obras públicas les ha mandado a decir que lo pueden colocar incluso más alto porque nadie los va a escuchar: "Es un decreto del alcalde que hay que respetar", y les ha explicado que los colores de todos los predios se eligieron por sorteo.

Este color entristece nuestro hogar, de por sí ya triste desde la muerte de mis hermanos, y nos hace ver como los desdichados de la cuadra. Papá escuchó a alguien decir que la nuestra era la casa del diablo y que dentro debíamos estar celebrando rituales macabros. En realidad somos desdichados. Papá nunca ha conseguido un trabajo estable y bien remunerado, por lo que trabaja en casa haciendo estampados con temas deportivos que nadie le paga bien. Mamá abandonó la costura por andar manchando, con lágrimas de amargura, todas las telas, vestidos, faldas y pantalones de sus clientes, y yo sigo encerrada o, mejor, encarcelada, por cuenta de una raya amarilla que mamá pintó en el piso desde que tengo memoria con la prohibición expresa de atravesarla.

Lo único bueno del nuevo color de mi casa es que juega con el amarillo de esa raya que nunca puedo cruzar sola. Le tengo temor y respeto. Pienso que al cruzarla los tejados de las casas volarán, el sol se derretirá sobre nosotros o una lluvia de mil días y mil noches lo inundará todo. De este pequeño tamaño es mi terror.

Mis papás tejieron alrededor de esa raya un mito de miedo, porque permanecen eternamente adoloridos y asustados por algo que no me han querido contar. Tampoco sonríen, aunque se esfuerzan por hacerme la vida amena con sus caras de limón con sal.

Hace un mes cumplí quince años. Quince años agridulces porque mis padres no tuvieron plata para celebrármelos como a todas las niñas. Mamá me coció un vestido, más apropiado para una niña de diez años que para alguien que se supone, ya es una mujer, y mi papá me compró una torta muy chiquitita, que, sin embargo, los tres compartimos con amor. Porque en mi casa, en todo este tiempo, podrá haber faltado todo, menos amor.

La suerte quiso que mis padres no tuvieran el talento para enriquecerse, pero sí la sapiencia para generar tranquilidad y mesura en mí. No asistí al mejor colegio como Daniela, la hija de Yésica cuya abuela vive a pocos metros de aquí, pero tampoco al peor, como los hijos de una vecina que toman clases de supervivencia con los jefes de una pandilla. No comemos manjares como lo hacen a diario quienes se roban el país, pero tampoco pesares como los que viven en las alcantarillas buscando sobras entre la basura. No vestimos con trajes de marca como Yésica o Daniela, o como los narcos y las novias de los malos, pero tampoco compramos la ropa en el madrugón del Victoria. No tenemos alas de ángeles, pero tampoco la maldad de esos políticos que cada dos años vienen al barrio a estafar a la gente con mentiras. Somos seres anónimos, sin necesidades, porque no conocemos el lujo y, por sobre todas las cosas, personas con sueños. Sueños intactos que papá y mamá han jurado no permitirle a nadie arrebatarnos.

Para cumplir su promesa, y por esa serie de temores que aún no acabo de comprender, mamá y papá me mantienen dentro de una burbuja construida con el vidrio más blindado e insonoro. Las pocas cosas que sé de mis dos hermanos muertos y del mundo real, me las han contado en el baño del colegio Adriana y Valentina, las hijas de Vanessa y Ximena, dos compañeras de andanzas de mi hermana Catalina, conocidas de mis padres, a quienes no puedo hablar por ningún motivo. Incluso, cuando tengo trabajos en grupo y por suerte los debo hacer con ellas, mi mamá va al colegio y le pide a la profesora que me asigne otros compañeros. Ellas no me odian porque saben que la discriminación no nace de mi corazón sino de los temores de mis padres.

Sin Senos Sí Hay ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora