CAPITULO 1: "EL ASESINO DEL AMOR"

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 Pelambre:

En el frío suelo del Café Salento, enroscado, como escondiendo el dolor de su fracaso, yace un cadáver de mujer, atravesado por cuatro proyectiles envenenados de olvido: uno que le quebró la Ambición, otro que le borró la ignorancia, uno que le rompió la vanidad y el más certero, el que le mató los sueños.

Junto a la difunta, en medio de un griterío exagerado y como testigos del caos, permanecen varias sillas ladeadas, algunos casquillos de bala calibre 38, media docena de empleados corriendo de un lado a otro, corno hormigas al finalizar el otoño, dos investigadores inexpertos y una Biblia abierta y subrayada con marcador rojo en el Capítulo 23, versículo 43, del libro de San Lucas.

Innumerables chismosos, entre ellos yo, el asesino, curioseamos la escena. Vine a tomar una foto de la difunta que la señora Catalina me pidió como prueba el día que acordamos el crimen. Mientras alisto Ia cámara pienso que este es un momento sublime, porque si alguien en este muladar llamado mundo merecía la muerte era ella, Yésica. Por algo le decían la Diabla'. Fue el peor ser humano que parió el infierno. Por eso cuando doña Catalina me dijo que la quería ver muerta, no lo dudé un segundo y me ofrecí a matarla. En parte porque en pago me ofreció su amor, algo que he anhelado desde que era la esposa de mi patrón y en parte porque por culpa de esa demonia, don Marcial se encegueció y nos quitó, la herencia a doña Catalina, y el empleo a mí. Aunque muero por un beso de mi señora, a Yésica la hubiera matado gratis y hasta hubiera pagado por adquirir el privilegio de desaparecerla. La odio aún estando muerta y debo admitir que no me duele su sangre derramada.

En la escena del justo crimen, entre tantas caras de asombro sobresale la mía que no puede esconder una sonrisita malnacida, de esas que se van con uno hasta la tumba. Llamaré de nuevo a doña Catalina para contarle que su peor enemiga, la que le quitó el marido y la buena vida, ya no existe.

Hace dos minutos la llamé y no contestó. A lo mejor tiene remordimientos. Le diré que puede respirar sin miedo, que podemos empezar una nueva vida lejos de aquí y, por qué no, si lo desea, puede usar mi ser y mi amor para ser feliz.

Un último vistazo. Le disparo de nuevo: esta vez cuatro fotografías, pero ninguna a Ia cara porque sigue bocabajo. Espero con paciencia, escuchando comentarios de los chismosos, hasta que por fin un funcionario de medicina legal, de esos que cuentan orificios a los difuntos tiroteados, voltea el cadáver. La noto rara. En un movimiento mecánico le quita el cabello de la cara y le limpia el rostro en busca de más agujeros. Retrato el momento con asombro.

Algo malo sucede. ¡Dios! El sol se apaga. Mis ilusiones se derrumban en un instante. La mujer que yace en el piso no es Yésica. No es la Diabla. La muerta es mi señora Catalina del alma.

¡No puede ser!

¿Qué pasó?

¿Qué hice?

Todo es confuso.

Lloro mi desgracia.

He asesinado a la mujer que amo.

Miro sus labios morados y me lamento. Observo sus mejillas pálidas y las malayo. Sus manitas, ya sin fuerza, sostienen un celular y un bolígrafo de tinta roja con el que tachó el versículo que narra el momento en el que Jesús le dice a los malhechores que lo acompañan en el Monte Calvario: En verdad os digo que hoy estarán conmigo en el paraíso. Ese versículo está tachado con una inscripción que resume lo que fue la malograda vida de doña Catalina: "Pura mierda, sin tetas no hay paraíso". Y razón no le faltó a la pobre. Cuando las tuvo, el mundo se puso a sus pies. Cuando las perdió, el mundo le dio la espalda. Al menos desde su punto de vista, esa fue su penosa realidad.

Destrozado por la desaparición de la única mujer que he amado en silencio, intento reconstruir los hechos en mi agobiada cabeza y no entiendo el engaño.

Ella me dijo que Yésica iba a estar sentada en esa mesa, con esa chaqueta blanca, con esa bufanda rosada, con esa Biblia que yace en el piso con sus páginas jugadas al viento, a esta misma hora. Pero me mintió. Se puso en el lugar de la Diabla para que mis sicarios la mataran a ella. Cobarde, me engañó. Jugó con la bondad que nacía de mi amor. Se burló de mí. Sé que este dolor me acompañará a la tumba porque no alcanzarán los días que me quedan para llorarla lo suficiente. La amaba más que a mi madre.

Macabra despedida

El chorro de sangre que sale de Ia cabeza testaruda de doña Catalina corre por debajo de las mesas, baja el andén con precaución, como si temiera algo peor, y camina lento por la orilla de la vía, esquivando los pies de algunos curiosos y las llantas delanteras de dos patrullas de la policía. Yo no muevo mis pies. Dejo que la sangre roce mis zapatos y me agacho a tocarla. Llevo la muestra recogida con la yema de mi dedo índice a la boca y cierro los ojos saboreando la única partecita de doña Catalina que podré llevar dentro de mí.

El chorrillo, aún tibio, culebrea por entre el polvo esquiva o arrastra algunas hojas que han caído de los árboles hasta perderse dentro de una rejifia de desagüe, una cuadra más abajo. Dentro de esa alcantarilla se mezcla con la mierda de los ricos, la mierda de los pobres, los meaos de ambos, y empieza a recorrer Ia ciudad en una especie de macabra despedida.

Y, como la agüita amarilla de los Toreros oña Hilda recoge un poco de agua de la pluma de la cocina sin imaginar que, a lo mejor, contiene alguna minúscula partícula del alma de su hija muerta. La bebe con los ojos cerrados y exclama:

—Gracias, Dios, por el agua bendita que nos das.

N.N

Si la vida de Catalina fue todo un monumento al desperdicio, su entierro fue toda una apología a la tristeza. Después de disfrutar de los placeres de la vida en los mejores restaurantes, en los autos deportivos más bestiales, en las fincas más lujosas, en los hoteles con más estrellitas, un jueves, tres semanas después de su muerte, al borde de las cuatro de la tarde, dentro de un ataúd muy pobre, sin herrajes como los que usaba en sus bolsos costosos, ni terciopelo como el de las cortinas de su mansión, bajo los hilos helados de una llovizna intrascendente, su cuerpo fue enterrado en el Cementerio Central con mi única y distante presencia.

Los hombres de Medicina Legal depositaron su cadáver en una fosa común con la naturalidad de quien bota algunas sobras en la caneca de la basura. Sin una oración y ni una flor sobre su tumba, los deshechos humanos de mi señora fueron arrojados a la nada. Los observé desde la distancia con un ardor que me quemaba Ia garganta. Sentí un impulso incontrolable de meterme con ella dentro de la tierra, pero los matones somos cobardes. Nos gusta desconectar vidas, pero le tememos a la muerte.

Cuando los hombres terminaron su trabajo me acerqué temeroso, tomé un poco de tierra de su nueva y lúgubre morada y la guardé en mi bolsillo luego de extraer de sus entrañas un par de gusanos blancos y gordos, asquerosos, de esos comensales de carne humana que se encargan de recordarnos que todos somos iguales. Aún conservo ese puñado de tierra. De rodillas le pedí perdón a mi señora por haberla matado, por amarla tanto, y me acosté sobre su terruño a recibir el agua del cielo sobre mi rostro. No soy bueno para hacer reclamos a Dios, pero mi silencio fue suficiente para darle a entender a ese señor que no estaba contento con El.

Allí, sobre esa tierra que recubre sus pobres restos, cuidándola, reprochándole su engaño, jurándole mi amor infinito, me dormí, engarrotado por el helaje pero con más dolor que frío. No volví a saber de mí hasta un día después, cuando los mismos hombres que enterraron a Catalina me lanzaron un cadáver encima. Desperté asustado, pero mi cara de asco les hizo saber que no estaba muerto, aunque muy muerto sí estuviera por dentro.

Uno de ellos alcanzó a correr gritando que yo había resucitado, pero muy pronto cayó en cuenta de su exageración y fue objeto de burlas por parte de sus amigos. Cuando descubrieron que yo era el doliente de la mujer enterrada el día anterior, se lamentaron por la equivocación V me ofrecieron disculpas que no tuve reparo en aceptar. Puse sobre Ia tumba de mi amada una cruz hecha con chamizos de árboles y flores de otros difuntos y me marché pensando en cómo iba a ser mi vida sin su sonrisa triste.  

Sin Senos Sí Hay ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora