CAPITULO 20: "EL RENACER"

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Hilda:

Catalina está rara. Poco nos habla y se la pasa haciendo ejercicio. Estuvo a punto de dejar el colegio, pero Albeiro y yo le suplicamos que no lo hiciera. Que si nos quería castigar hiciera algo contra nosotros pero no contra ella misma. Porque al final de las tragedias, el estudio sería lo único que no la iba a defraudar.

En medio de la inestabilidad que está viviendo es inteligente y nos escucha. Sin embargo, actúa de manera extraña. Apenas llega del colegio se va con las hijas de Ximena y Vanessa a trotar. Llega dos horas más tarde a untarse concha de nácar en las heridas y a peinar su cabello con crema de aguacate. Luego se encierra a escribir y sale en la noche al parque a hablar con sus amigas hasta la media noche. No dejan de mirar hacia la casa de doña Imelda.

Albeiro está intranquilo porque dice que la niña está tramando algo. Se le nota tan segura en lo que planea que hemos decidido observarla de cerca, sin llegar a fastidiarla. Nuestra legitimidad está tan devaluada que no tenemos cara para prohibirle nada. Todas las noches le pido que hablemos para explicarle mis razones sobre lo que sucedió, pero aún no se anima a escucharlas. Me dice que sobran. Sin embargo, insistiré, porque creo que es necesario que las conozca desde mi punto de vista y no solo desde el suyo.

En el fondo nos gusta lo que hace porque ha vuelto a recuperar su hermosura. No digo con esto que haya dejado de ser bella nunca, sino que ha recobrado su esplendor. El brillo que le quitaron en la correccional. Sus ojos han vuelto a vivir. Su cabello ha crecido a la altura del hombro y su sonrisa ha vuelto a insinuarse como un sol durante la lluvia.

Un día, no aguanto más las ganas de saber en lo que anda y la encaro. Aprovecho la hora de la comida para indagarla con cuidado y cariño.

—Catalina, ¿usted en qué anda, mamita?

—¿Yo? ¿Cómo así, mamá?

—Es que la hemos notado un poco extraña, mi amor.

—No, nada. Normal. Simplemente hago una cosa y otra para tratar de olvidar lo que pasó, tratando de volver a vivir.

A mi Albeiro se le humedecen los ojos de dicha. Yo sonrío y la abrazo, pero ella no me corresponde. Siento que le fastidio y se lo pregunto.

—¿Le fastidia que la abrace, mamita?

—Jamás sentiría fastidio por la mujer que me dio la vida, mamá.

—Te di la vida, pero por poco te la quito, mi amor.

—No importa, mamá. Son accidentes.

—Entonces, ¿por qué no me permites explicarte lo que sucedió, mi amor? Creo que merezco esa oportunidad.

Entonces asiente con paciencia y se acomoda como demostrando estar lista para una larga charla. En realidad, no es muy larga. Solo me limito a contarle el por qué de la raya amarilla. Para que me entienda me remonto al año 2002 cuando Catalina la grande se me apareció en la puerta de la sala, deshecha, llorando, sin esperanza en sus ojos, y me dijo que venía a despedirse para siempre. No le creí. Como nunca creí en nada que le afectara. Uno cree que los hijos son inmaculados, incapaces de mentir, incapaces de hacer daño, que están hechos a prueba de engaños y que nunca nos van a fallar.

Luego le hago un resumen de la manera rápida como sucedieron las cosas. Le relato la época dulce de mi Catalina con los sueños intactos, enamorada del estudio, enamorada de su familia, la buena hija, la buena hermana, la buena amiga. Luego le narro el momento doloroso cuando se rompió su inocencia sin que yo estuviera ahí para remendarla. Fue cuando conoció a la Diabla. Yésica suplió lo que le faltaba en la casa: diálogo. Ella llenó el vacío que mi máquina de coser dejó en la vida de mis hijos, porque yo me la pasaba pegada a ella para conseguir el sustento y creí que eso era suficiente. Les daba de comer, los vestía y los educaba, pero me olvidé de sus necesidades espirituales, de sus anhelos, de sus sueños, de sus expectativas.

Sin Senos Sí Hay ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora